Transcurridos poco más de cuatro décadas desde que los trabajos del Nuevo Templo se paralizaran (1892), el presbítero Florentino Armas logra animar a un grupo de porteños, hacia 1938, quienes rápidamente recolectan fondos suficientes para la reanudación de los trabajos. Poco a poco se levantan las columnas y se completan las arcadas, que permiten la colocación de vigas y techos en las naves laterales y central; más tarde, continúa la obra el recordado padre Galilea, quien concluye la imponente cúpula, correspondiendo al padre Feliciano Alonso techar las capillas del Baptisterio y el Calvario, colocando el piso del coro y todos los ventanales y puertas del frente. Se procede, entonces, a trasladar el culto de la Iglesia del Rosario a la Catedral, esto en solemne ceremonia oficiada por el obispo de la Diócesis de Valencia, monseñor Gregorio Adam, el 11 de abril de 1943.

Casi un siglo había tomado completar el edificio, el cual es habilitado aún sin ser concluido en su totalidad, ya que los recursos siempre resultaron escasos a pesar de los esfuerzos de las distintas juntas directivas responsables de dirigir los trabajos; no obstante, la apatía de los porteños también jugó un importante papel. Lo anterior es confirmado por don Paulino Ignacio Valbuena quien cuenta en sus Reminiscencias, lo siguiente: «Todos los gobiernos desde Falcón hasta Andueza Palacios, han dado auxilios monetarios para la continuación de los trabajos de este templo, lo que ha faltado y lo repetimos, es interés en la feligresía, y sacerdotes como los presbíteros Rivas y Hernández, que despierten y estimulen el espíritu religioso, por desgracia bastante decaído entre nosotros./ Cuando el general Guzmán Blanco se iba para Europa, antes de la aclamación, vino a este puerto, y la junta de la fábrica para entonces, comisionó a dos de sus miembros, los señores doctor Paulino I. Valbuena y Adolfo Hermes para exigirle a dicho general su óbolo para los trabajos del templo; Guzmán los recibió cordialmente, departiendo con ellos, y en la conversación que tuvieron les dijo: ‘Este templo no ha sido ya terminado, por la apatía e indiferencia de esta población, que, a pesar de tener elementos con qué hacerlo, no lo ha hecho, voy a darles mi limosna (2.000 bolívares). Como dicen ustedes que están y seguirán trabajando con interés, yo me voy a permitir hacerles la siguiente proposición: Yo me comprometo a terminarles ese templo, siempre que para cuando yo regrese al país, tengan siquiera un operario trabajando en él…» Valbuena agrega en sus crónicas que años más tarde al encontrarse con Guzmán Blanco, éste le preguntó por los trabajos del templo, a lo que tuvo que contestar que los trabajos se encontraban paralizados, acto seguido su interlocutor acotó: “Tal vez pasarán muchos años sin que se termine ese templo y no culpen a nadie sino a ustedes mismos”.

Afortunadamente, contó la ciudad con el empeño de algunos comerciantes y hombres de gran valía, entre ellos muchos de los párrocos llegados al puerto, quienes dieron lo mejor de sí para completar la obra. Incluso los niños del Colegio La Salle colaboraron modestamente, pues semana tras semana en formación de organizada columna, llevaban pequeñas piedras de mar a la construcción, proporcionando así material para la obra.

No contaba la catedral con un campanario acorde con la majestad del edificio, como lo atestigua una vieja fotografía, de allí que cuando monseñor Gregorio Adam visita la parroquia a mediados de la década de los cincuenta, en el Libro de Gobierno No. 4 de la parroquia ordena y se asienta lo siguiente: “Ingéniese el venerable párroco y … levante el campanil para sustituir la maroma tan fea en que ahora están colocadas las campanas…”, instrucción ésta que es seguida al pie de la letra por el padre Luis Ancín, cuya pasión por la tarea encomendada fue fundamental en la materialización del monumental campanario, al punto de que recolectó entre los porteños sin ayuda oficial de ningún tipo, los 70.000 bolívares necesarios para su erección. Puede que el campanario nos luzca hoy como algo común, una sección más del conjunto arquitectónico, aunque la piedra utilizada termine delatando su construcción posterior; sin embargo, se trató de una obra de gran complejidad en su tiempo, por tratarse de un agregado de gran dimensión y peso colocado sobre una estructura ya existente, cuyos planos originales y detalles de construcción, en especial la naturaleza de sus fundaciones, resultaban inciertos.

Gracias a un interesante relato preparado por el mismo padre Ancín, se conocen los detalles de la obra, la cual comenzó a ser levantada en diciembre de 1957 y concluida seis meses y medio más tarde, todo ello con arreglo a los planos preparados por la compañía Vifrasa. Muchas reuniones se celebraron con asistencia de los ingenieros Esmeraldo Emeraldi y otros para la época destacados en la construcción de Dianca, Ángel Ferrato y los ya ancianos Peterson, Cruz y Cooper quienes conocían detalles sobre las fundaciones de la estructura, bien por haber trabajado en ella o porque sus padres así lo habían hecho, decidiéndose la erección sobre el ángulo actual, luego de sortear el difícil tema de los cálculos relativos a la resistencia de dicha construcción de piedra.

 

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