Invocar antepasados, reales o imaginarios, puede tener una función justificadora o explicativa. Algunas personas hablan de antecesores con formidables atributos, condiciones o riquezas que distinguen a sus descendientes. Los lejanos e inciertos parientes heredan de manera difusa la importancia social o las riquezas del supuesto antecesor. Es la misma lógica de un juicio de limpieza de sangre. Se puede ser pobre o poco reconocido socialmente, pero se es importante gracias a los méritos de desconocidos e imprecisos antepasados.

José Rafael Pocaterra en el cuento “El Retrato”, incluido en su libro Cuentos grotescos, recoge esta frase de boca de un personaje al responder la pregunta de quién era un retrato que colgaba de la pared: “Mi abuelo, el de la Independencia… Nosotros somos de muy buena familia, ¿tú comprendes?”. Un antepasado olvidado, pero generador de sentido y prestigio social.

Algunas personas invocan supuestos antepasados desconocidos, personajes relevantes de la historia o la vida social (“un tío de mi mamá fue ministro”) o personas imaginarias que legitiman posiciones, anhelos, ideas o fines políticos. Es el caso de la “abuelita indígena”. Con frecuencia he escuchado esa expresión, sin que la persona logre precisar la genealogía exacta o los orígenes étnicos del antepasado.

Esa “abuelita indígena” encierra muchos significados. Trata de mostrar arraigo antiguo y pertenencia, identidad y riqueza cultural. Esos sentidos tienen gran importancia: el ser de un sitio y el pertenecer a una tradición, independientemente de la valoración y visibilidad social que se les otorgue a dichas condiciones. Lo “indígena” en este contexto, más allá de un carácter y una vinculación de naturaleza etnográfica estricta, constituye más bien una consciencia de origen étnico genérico.

Alude a usos y costumbres, a saberes y haceres, a recursos culturales subalternos y despreciados por ideologías dominantes o poco visibilizados. De allí también su valor político. Muchas veces esa identificación se hace de manera velada como recurso de sobrevivencia y resistencia. En todo caso, siempre evidencia una complejidad cultural y sociohistórica inherente a la constitución de la sociedad venezolana, como en la mayoría de los países latinoamericanos.

Incluso, cuando algunas personas califican de “indígenas” a sus padres, abuelos u otros parientes biológicos cercanos, pero de una manera que excluye al hablante, podemos interpretar la consciencia de la diversidad. El estudio de las situaciones particulares mostrará las tensiones sociales y psicológicas en las que se enmarcan esas declaraciones excluyentes. Un ejemplo, sería “mi papá sí es indígena”. ¿Y el hijo o hija que hace la declaración?

El estudio del “síndrome de la abuelita indígena”, incluso sin minimizar ingredientes de posible etnofilia, puede ayudar a comprender la profundidad, riqueza y diversidad de una sociedad, en cualquiera de sus niveles y no solo en los ámbitos locales y regionales, en los que se pudiera esperar diferencias significativas en contraste con los urbanos. La idea de la abuelita indígena como hipótesis social puede servir para reconstruir no solo genealogías y redes de parentesco, sino también la historia social y de las ideas sobre los grupos sociales y sus recursos culturales, así como la construcción de las identidades, sus símbolos y emblemas.

La sociedad venezolana, como sus homólogas latinoamericanas, tiene raíces, herencias y presencias indígenas y de origen indígena significativas. Son parte de sus haberes sociales más significativos. Tomarlas en cuenta no solo constituye un acto de justicia y de apego y reconocimiento de las realidades, sino que también será, sin duda, garantía del éxito de proyectos sociopolíticos verdaderamente inclusivos y perdurables.

La “abuelita indígena” es la metáfora perfecta de una cultura, una historia y una conformación social propias y caracterizadoras. Excluir o ignorar, desestimar o subestimar, esos rasgos generarán altos niveles de descontento social y alienación. En otras palabras, la imagen de la abuelita indígena nos hace mirar hacia nosotros mismos y, al hacerlo, veremos también, pero de forma más nítida y cariñosa, a la abuela “blanca” y a la abuela “negra”.

Horacio Biord

hbiord@gmail.com

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