En el siglo XVI, al oriente de la entonces llamada Tierra Firme (Venezuela y Colombia, o sea el norte de Sudamérica), habitaban diversas sociedades amerindias con extensos y complejos vínculos entre ellas, a pesar de que ha prevalecido una imagen etnográfica de pueblos aislados y en continuos enfrentamientos. Si bien no estaban exentos de tensiones ni de guerra, los grupos coexistían y construyeron sistemas regionales que los integraban y facilitaban los intercambios, entre ellos –aunque no solo- el comercio.

Es probable que entonces hubiera dos grandes ejes: el Orinoco y la Costa Caribe. En ellos convergían las actividades de intercambio e interconexión. Uno de los principales centros y mercados, en un sentido muy amplio, era la laguna de Tacarigua o lago de Valencia, como luego se le conocería tras la fundación de la Nueva Valencia del Rey. Este centro, a pesar de su ubicación y orientación más septentrional, serviría de enlace entre ambos ejes.

En torno a las fértiles riberas de la laguna de Tacarigua se daban cita indígenas del Oriente y el Occidente del país, del sur, de las dilatadas llanuras y del gran río Orinoco y sus afluentes. Convertidas las tierras ribereñas del lago en un gran centro de intercambio, se proyectaban hacia la fachada del Mar Caribe y las islas cercanas, entre ellas las hoy bajo soberanía venezolana, como el archipiélago de Los Roques. Como han señalado los arqueólogos J. M. Cruxent e Irving Rouse al analizar materiales arqueológicos provenientes de yacimientos de la cuenca lacustre, la abundante presencia de metates y budares permite pensar que allí confluían tradiciones del occidente y el oriente del país, representadas por la elaboración del maíz (las piedras de moler) y la yuca (los budares o aripos). Un tipo de cerámica característico ha permitido identificar una serie denominada Valenciode, ampliamente extendida en la región centro-norte de Venezuela.

El lago de Valencia constituye una de las zonas arqueológicas más ricas del país y, paradójicamente, menos estudiada en virtud de la extensión y complejidad de sus yacimientos, muchos de ellos ya visitados por los primeros arqueólogos a finales del siglo XIX y principios del XX, así como del intenso crecimiento urbano-industrial. Es un deber de las autoridades regionales y locales, de cronistas e historiadores, y de toda la comunidad salvaguardar ese inmenso patrimonio. A las autoridades les corresponde hacer valer las disposiciones de la Ley de Patrimonio Cultural así como dictar otras disposiciones colaterales, de aplicación regional o local, que se crean necesarias para tal fin. Cronistas e historiadores deben divulgar de manera informada y veraz, con el respaldo de arqueólogos profesionales y antropólogos, el valor de ese patrimonio así como orientar a las comunidades.

En manos de las comunidades locales recae una gran parte de la responsabilidad de vigilar a diario y constantemente la salvaguarda del patrimonio, de su patrimonio ancestral, y de denunciar las amenazas y depredaciones cometidas. Hay noticias de saqueos continuos, actividad conocida como “huaquerismo”, por parte de personas inescrupulosas que buscan sacar provecho económico con el tráfico ilegal de piezas.

*Presidente de la Academia Venezolana de la lengua, Miembro Correspondiente de la Academia de Historia del Edo. Carabobo.

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