En su obra Recuerdos de un viajero, publicada en Lima en 1903, el abogado y escritor peruano Hildebrando Fuentes dejó plasmada las impresiones recogidas durante sus recorridos por las costas de América, Europa y parte de África del Norte. Entre los episodios dedicados a las costas de Colombia y Venezuela se encuentra una descripción de Puerto Cabello, rica en detalles históricos y geográficos que vale la pena revisar. El texto es una valiosa ventana para entender cómo era percibido este puerto venezolano a comienzos del siglo XX por un observador culto y atento a las particularidades del entorno.
Hildebrando Fuentes Núñez del Prado nació en Lima el 1º de enero de 1860, hijo del reconocido médico Manuel Fuentes y Gertrudis Núñez del Prado. Ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde estudió en las Facultades de Filosofía y Letras, Jurisprudencia, Ciencias Políticas y Administrativas, graduándose de bachiller en Letras y luego haciendo doctorados en Jurisprudencia y Ciencias Políticas y Administrativas. Tras la declaratoria de guerra de Chile al Perú (1879), se alistó como voluntario en el ejército, participando en la batalla de Miraflores, acompañando al mariscal Andrés Avelino Cáceres Dorregaray durante la campaña de la Breña como su secretario. Todo lo anterior le valió el grado de coronel. Su vida discurrió entre la política y la enseñanza del derecho, dedicándole tiempo a los viajes y la escritura. De hecho, fue miembro de instituciones culturales y científicas como El Ateneo y la Sociedad Geográfica de Lima.
Llega a Puerto Cabello a bordo del vapor La Normandia, procedente de Sabanilla (Colombia). Su primera impresión es positiva, resaltando la calidad de los muelles: «¡Magnífico puerto, y de históricos y gloriosos recuerdos!
Á la entrada queda á la derecha el pueblo con su magnífico edificio de la aduana de reciente construcción y su regular muelle, á continuación de las cuales se extienden las calles, estrechas, con esa estrechez con que fabricaban los antiguos españoles tan avaros de oro como de terreno…». Desde la cubierta, el viajero observa la disposición urbana con un núcleo compacto y un muelle que se proyecta como signo del comercio activo. Pero su inquieta mirada queda fijada sobre el islote con el castillo, que lo lleva a evocar la historia militar de la independencia.
El memorable castillo despierta en Fuentes un relato entusiasta de las acciones de José Antonio Páez en el puerto. Lo llama el invicto general Páez y destaca su ingenio y valor: «Después de repetir por dos veces en el Apure y el Araura la famosa hazaña de capturar los buques españoles con su temible caballería (…) ocupó la plaza de Puerto Cabello, cuyo hecho afianzó la independencia venezolana». Recuerda el primer sitio de 1822, frustrado por las fiebres que obligaron a levantar el asedio, y el segundo sitio de 1823, cuando Páez ideó una maniobra que el comentarista califica como fruto de esa alma acerada: «Rodear la ensenada del Manglar con un cuerpo de tropas y asaltar la plaza (…) atravesó él personalmente á la cabeza de sus valientes, uno á uno, la ensenada referida. Cuatro horas duró la travesía por un terreno fangoso y con el agua al cuello, pasando muy cerca de los buques enemigos sin ser percibidos». La operación culminó con la toma de la plaza y la rendición del castillo, lo que para el autor constituyó «una empresa de las más heroicas que cuenta la historia de América, tan fecunda en gloriosas hazañas».
El viajero no se limita a narrar la historia, sino que recorre algunos de sus escenarios. Anota que tuvo la fortuna de contemplar esa ensenada, en la ribera de la cual se ha construido un bello parque y que se paseó por la calle de los Lanceros en la que Páez acabó esa noche con las últimas huestes españolas. Esta vivencia personal, unida al relato histórico, conecta pasado y presente en su percepción de la ciudad.
Uno de los rasgos que más llama su atención es la calma inusual de la bahía: «El mar que muere en sus costas no parece formar parte de ese océano que nos amedrenta con sus borrascas y rugidos: esa bahía semeja un gran lago con toda la tranquilidad y mansedumbre que se puede encerrar en el seno de sus aguas». A partir de esta observación, incluye una anécdota pintoresca. Pregunta a un lugareño por qué el puerto lleva ese nombre, y recibe como respuesta: «Porque aquí, señor, se amarran los buques a las boyas con una hebra de cabello». Fuentes entiende la hipérbole pero reconoce que encierra un fondo real: la bahía es un abrigo natural excepcional. El texto cobra un matiz comparativo cuando el autor relata su llegada posterior a La Guaira. No duda en señalar que este último puerto es muy inferior a Puerto Cabello, y argumenta su juicio: «… por su plano irregular y quebrado, como que está en una pequeña falda del cerro Ávila (…) por sus tortuosas y estrechísimas calles, por su alumbrado de petróleo (cuando Puerto Cabello tiene luz eléctrica), por sus pocos y desmantelados edificios y paseos…». Esta comparación resalta a Puerto Cabello como un puerto mejor dotado de infraestructuras modernas para su tiempo y más ordenado en su traza urbana.
Aunque su estadía fue breve, el visitante deja constancia de la actividad portuaria y comercial que percibe. El pasaje dedicado al puerto tiene un doble valor, por un lado, es un testimonio visual y literario del aspecto físico y la atmósfera urbana del puerto en 1903, un momento en que la modernidad comenzaba a transformar la urbe; por otro, es un ejercicio de memoria histórica que reafirma el lugar de Puerto Cabello en la epopeya independentista venezolana. No escribe como un historiador de oficio, sino como un viajero culto y observador, en cuya pluma el puerto aparece como protagonista de la historia y el comercio venezolanos, un lugar que merece ser recordado no sólo por lo que fue en tiempos de la independencia, sino también por lo que representaba en el amanecer del siglo XX.
@PepeSabatino
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