La mapora es una palma tropical. Esa condición o lugar de crecimiento parecería que coincide con otros fenómenos tropicales, lo cual no quiere decir que no ocurran con frecuencia y fuerte intensidad en otras latitudes del planeta. Sin embargo, hoy los oprobios tropicales lucen como inmensas calamidades. Desde las agresiones coloniales, el expolio y los desajustes imperiales hasta los abusos en nombre de la libertad y la igualdad, hacen aún más difícil de superar las condiciones de pobreza, inequidades, exclusiones, discriminación, sometimiento y vulnerabilidad, especialmente de los sujetos subalternos.
“Las Maporas” se llama el fundo de Ño Pernalete, el jefe civil de la ficción literaria que creó Rómulo Gallegos en su novela Doña Bárbara, aparecida en 1929. En Venezuela Ño Pernalete ha pasado a ser el emblema del poder sin ética, orientado a favorecer los intereses del poder mismo y los factores económicos que puedan fortalecer al poder político, mantenerlo, aumentarlo, convirtiéndolo así cada vez más en un fin en sí mismo, despiadado e inhumano.
La caricaturesca presentación del jefe civil, aunque de una gran riqueza etnográfica en su documentación previa y su construcción literaria, puede entenderse como un arquetipo: el poder mismo en procura y defensa de sus propios intereses y de las alianzas económicas y políticas que lo favorezcan. Puede entenderse, incluso, como la última etapa del poder desquiciado que inventa la norma, o la viola, omite, interpreta y ajusta de manera cambiante y ambigua a sus propios intereses.
América Latina ha conocido muchos de estos casos. Diversas novelas y relatos dan cuenta, mediante la ficción literaria, de la distorsión política y ética del poder. Recordemos algunos pocos textos literarios que podemos considerar cimas en esta temática del dictador, como El señor presidente de Miguel Ángel Asturias; El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez: Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos; Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietri y tantas obras que cuentan los horrores de la obcecación por el poder.
Ño Pernalete y su secretario Mujiquita recuerdan los extravíos éticos, volitivos y axiológicos del poder y sus garras destructoras. Hacen patente, de manera emblemática, las estrategias de afianzar lo que puede quedar en un momento dado de algo surgido como una utopía, como una ilusión, como un proyecto digno que con el pasar de los días y las transgresiones del poder, usualmente siguiendo la máxima de que el fin justifica los medios, convirtió en un parapeto desechable y oprobioso. Es el mismo parapeto en el que Franco y Pinochet, Videla, Castro y ahora Ortega se funden en un espectro ñopernaletiano en el que las obsesiones de la extrema derecha o la extrema izquierda se amalgaman en una visión distorsionada y distorsionante, en sí misma, de la realidad.
El culto a la personalidad, que en Doña Bárbara no se atribuyó a Ño Pernalete, se convierte en el complemento necesario para justificar los comportamientos y actitudes nocivas a la res pública, a la función de servicio y, por supuesto, al Estado de derecho. Se presenta entonces el caudillo por gracia divina o el comandante supremo, adorado e invocado a perpetuidad como ideología sustentadora.
La justificación del poder omnímodo y autorreferente es una distorsión de la idea central de la función pública, de la república como un pacto social en el que el Estado está llamado a preservar y ampliar los derechos humanos y ciudadanos y a garantizar el equilibrio de las fuerzas y tendencias internas. Esa actitud la podemos rastrear, por ejemplo, cuando Bolívar en su última proclama exclamó: “si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Los partidos ahí hacen alusión a las parcialidades irreconciliables y a la imposibilidad de alcanzar el bien común. En este contexto, pudiéramos incluso interpretar que la muerte no es solo la muerte física, el paso a otra dimensión, el desencarnar, sino también la muerte política. A diferencia de la biológica, la muerte política permite a los hombres el resurgir.
Las vastas llanuras del Arauca, como símbolo de la Venezuela toda y si se quiere del continente todo, somo como diría Gallegos tierra “bella y terrible a la vez”, bella en el sentido de la bondad y no solo de las bellezas naturales y escénicas, pero terrible en sus dificultades, retos y tentaciones. Esas dificultades vistas como dilemas se resumen en opuestos contradictorios: construir o destruir, servir o perseguir, dejar vivir y prosperar o matar los sueños colectivos.
Ño Pernalete redivivo, real, anda por los caminos, disfrazado de políticos indecorosos, de líderes mesiánicos e implacables que llevan el lento, pero incurable veneno de la devastación.
Gallegos se documentó para sus novelas, que él mismo entendió y concibió como denuncias de los problemas sociales de Venezuela a partir de la ficcionalización de sus elementos más relevantes. Tal procedimiento no debe entenderse como la simple creación de fantasías sino como la recreación de elementos, fenómenos y personajes reales. Ño Pernalete no es producto de una mera elucubración novelística, es el retrato ficcional de los funcionarios, medios si que quiere, seducidos por el poder mismo.
Ño Pernalete puede servir de símbolo de los gobernantes indecorosos. La aparente bondad de muchos de estos encierra, empero, los gérmenes de la destrucción, el odio y el atraso. No es solo el asunto de su engrandecido ego, como un problema psicológico, sino los intereses que le están asociados y encubre. Si Ño Pernalete saliera de la jefatura civil que ejerce en el Llano, “Las Maporas” y “El Miedo”, el hato de su aliada Doña Bárbara, dejarían de prosperar y el robo de las praderas de “Altamira” perdería su impunidad. Es como si los llaneros debieran subordinarse a los intereses y estrechas miras de los gobernantes que dicen ser sus protectores y actuar en su nombre. Ese es el veneno del que debemos cuidarnos: el ñopernaletismo.
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