Era el 21 de octubre de 1974. Mi memoria lo asociaba con un miércoles, pero el calendario oficial de ese año lo marca como un lunes. Recién empezaba yo el primer año de bachillerato en el Liceo San José de Los Teques. Mi salón de clases estaba ubicado en el edificio del Colegio Santo Domingo Savio, erigido precisamente donde había estado el primitivo asiento del Liceo San José, luego mudado a los terrenos que ocupa en la actualidad, aunque en realidad es una unidad espacial con dos complejos de edificaciones.

Ese día el transporte escolar nos llevó al colegio puntualmente. Lo hacía la señora Carmen de Abad, una vecina, en su camioneta. Al llegar nos enteramos de que las autoridades municipales habían declarado como festivo ese día y, por tanto, no habría actividades escolares. Los padres salesianos del colegio devolvían a los estudiantes que llegaban bien a pie, bien en vehículos particulares o, como en mi caso, en transportes escolares.

Regresamos a nuestras casas contentos de tener un día libre. Los alumnos internos debían permanecer en el liceo, quizá haciendo deportes y o actividades recreativas. Mi familia y yo vivíamos entonces en la avenida principal del sector La Gran Terraza de la urbanización Los Castores, en San Antonio de Los Altos. Ese día, de vacaciones forzadas, o al menos inesperadas, si se quiere, lo dediqué en gran parte a hablar y jugar con Joseíto Abad, el hijo mayor de la señora Carmen. Eran nuestros vecinos, casi del frente. Joseíto, luego militar de carrera, estudiaba sexto grado en el mismo colegio.

Era la Venezuela delirante de mediados de la década de 1970. En marzo de ese año había tomado posesión el nuevo presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, quien sucedió a Rafael Caldera. En el Congreso Nacional se discutía la ley de nacionalización de la industria petrolera. El presidente lo había propuesto, en el discurso de toma de posesión, como uno de los principales planes estratégicos de su gobierno. Los altos precios del combustible auguraban una época de progreso, bienestar y entusiasmo a la sociedad venezolana.

Aunque nunca he estado del todo de acuerdo con esa frase que dice que “éramos felices y no lo sabíamos”, quizá esa época se asemejaba un poco a la idea o estereotipo del bienestar social, no exento de exclusión, inequidades y pobreza. Estas condiciones constituyen, precisamente, la razón de mi desacuerdo con la manida frase.

En aquel momento no pude entender por qué se habían suspendido de manera tan arbitraria las actividades escolares ese día. En realidad, se trata de la fecha fundacional de la parroquia eclesiástica de San Felipe Neri de Los Teques por decisión del entonces obispo de Caracas, monseñor Mariano Martí. Ha sido tenida también como la fecha oficial del surgimiento de Los Teques a falta de una fecha fundacional propiamente dicha. En realidad, la ahora capital del estado Miranda tuvo un origen más difuso, mediante un poblamiento espontáneo.

Sería el 21 de octubre de 1977 cuando se celebrara, en pleno delirio de la riqueza petrolera, el bicentenario de la ciudad. Se llevaron a cabo varias actividades, obras públicas (como la avenida Bicentenaria en el sector El Barbecho), la creación del Museo de Los Teques y varias publicaciones, entre ellas un libro hermosamente ilustrado escrito por el cronista de la ciudad, don Aníbal Laydera Villalobos. Como complemento de estas celebraciones, el año siguiente tuvo lugar en Los Teques la Asamblea Nacional Bolivariana de 1978. El evento reunía a los miembros de la Sociedad Bolivariana de Venezuela y sus centros académicos correspondientes en cada estado.

El 21 de octubre de 1974, hace ahora medio siglo, se inauguró una estatua pedestre de Guaicaipuro o Guacaipuro, como lo registran las fuentes del siglo XVI, el gran jefe indio de estas tierras, epónimo del entonces distrito y hoy municipio cuya capitalidad corresponde a la ciudad de Los Teques. Hasta aquel momento sobresalía la estatua de la plaza Guaicaipuro, nombrada originalmente “El indio combatiente”, y llamado por todos Guaicaipuro, obra del escultor valenciano Andrés Pérez Mujica. A partir de entonces, en lo alto del cerro Pan de Azúcar, en la frontera entre los hoy municipios Guaicaipuro y Carrizal, se colocó una estatua del gran cacique, quizá la primera en su género en Los Teques.

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Se trata de una estatua de tamaño heroico realizada por el artista Benito Chapellín que muestra al cacique vestido de guayuco, adornado con unas plumas atadas a la cabeza, que señala con su brazo derecho extendido la ciudad y porta un arco en el otro y en la espalda un carcaj con flechas. En aquel momento Los Teques todavía no se había expandido hacia el sector de El Tambor y apenas surgían las barriadas populares que hoy se conocen con el nombre de Pan de Azúcar y El Nacional. El cerro tiene una hermosa forma puntiaguda y en su cima se colocó la estatua. Hoy en día, del lado de Los Teques, existe una instalación militar que por un tiempo fue el centro de recluta de Los Teques y áreas aledañas. Del lado de Carrizal, está la urbanización Colinas de Carrizal. El hermoso cerro, además de sufrir los efectos de los movimientos de tierra que permitieron aplanar su cúspide para colocar el pedestal de la estatua, luego sería objeto de la plantación de especies arbóreas exóticas, como pinos y eucaliptos, que hoy en gran parte ocultan la estatua de Guaicaipuro y que, de tanto en tanto, por el material combustible y oleoso que se acumula facilita grandes incendios en temporadas de sequía. También hay una carretera que conecta el barrio Pan de Azúcar y el centro de recluta con la mencionada urbanización.

Siempre vi aquella construcción como un ejemplo de lo que no debe hacerse, aunque se haga con motivos justificados. Se modificó el paisaje natural para colocar una estatua, lo cual tal vez hubiera sido suficiente y aceptable mínimamente, pero luego se efectuó una reforestación inapropiada y, para colmo, la construcción de la vialidad que pudo haber seguido otra ruta y la construcción de las instalaciones militares que pudieron tener otro emplazamiento.

El cerro Pan de Azúcar continúa siendo, sin embargo, uno de los referentes simbólicos de la antigua ciudad de Los Teques y el cacique Guaicaipuro, acreedor de todos los honores que se le puedan tributar, sigue estando allí. La visibilidad de la estatua ha disminuido por la reforestación hecha, para Guaicaipuro, allí y donde quiera, nos recuerda no solo el pasado sino fundamentalmente el futuro indio de los países latinoamericanos, la presencia y el aporte significativo de las sociedades y culturas indígenas para la construcción de proyectos de futuro.

Como obsequio del Concejo Municipal a los participantes en la Asamblea Nacional Bolivariana de 1978, se les obsequió una réplica a escala de la escultura. Aún sueño con tener una, como recuerdo de tantas vivencias y, sobre todo, de la historia de Los Altos.

Horacio Biord

hbiordrcl@gmail.com