Aunque durante el siglo XVIII los primitivos muelles del Rey estuvieron ubicados en donde está la actual boca de entrada a la dársena de Puerto Cabello, esto es, el canal navegable que se extiende entre el castillo San Felipe y la banda opuesta en donde se localiza el centro histórico, aquellos desaparecen durante las primeras décadas del siguiente siglo. De hecho, para la segunda mitad del siglo XIX ese sector ya no era utilizado como muelles para el atraque de embarcaciones, pues siendo objeto de relleno se habían corrido hacia el punto que hoy ocupa la Capitanía de Puertos y de allí hacia el Este, luego de ejecutadas las obras de modernización portuaria en 1897, bajo la dirección de Norbert Paquet. En verdad el espacio urbano que tenemos a la vista ha variado sustancialmente, respecto del que describimos, producto de sucesivos rellenos que buscaban ganar terrenos al mar. El más notable de ellos tiene lugar a partir del 1885, cuando se procede con el cegado de «la ensenada que ocupa el mar entre “el Muellecito” y el muelle principal, para unir estos dos muelles por otro que [se] construirá al efecto…», tal y como se lee en una Memoria del Ministerio de Obras Públicas de 1886. Es así como toma forma la porción de terreno en donde hoy se levanta el monumento del Águila y que se extiende hasta el frente de la entidad bancaria cercana.

El desembarco no siempre resultó del agrado de los viajeros. En 1880, Jenny de Tallenay, hija del Encargado de negocios y Cónsul General de Francia en Venezuela, deja constancia en sus Recuerdos de Venezuela: «Mientras nos trasladábamos al hotel, mirábamos con curiosidad a nuestro alrededor no sin un poco de decepción. La ciudad, vista del mar, nos había parecido riente, limpia y aún hermosa, con sus torres blancas, sus masas de vegetación y sus fachadas asoleadas. Vista de más cerca, la encontrábamos descuidada, polvorienta, construida irregularmente». Afortunadamente, mejoras urbanas y de ornato serán introducidas entonces, especialmente, una alameda que con el tiempo se convertirá en el sitio de esparcimiento del llamado Puente adentro –Plaza Flores– de manera tal que los otrora atracaderos se integran desde el punto de vista arquitectónico a esa parte urbana, complementada más tarde por el llamado Hotel de los Baños, el Kiosko de Ugueto y el monumento a los Americanos (Plaza del Águila), inicialmente llamada Plazoleta del Muelle.

Interesante apuntar, además, que el sector ubicado entre el monumento de la Descentralización, obra del artista Carlos Medina, y la Capitanía de Puertos se ha conocido por décadas como la Planchita, denominación que aparece a principios del siglo pasado, correspondiendo el nombre al elegante embarcadero construido para conmemorar el centenario de la declaración de Independencia, de allí su denominación oficial de Plazoleta Independencia, como la encontramos en un número de El Cojo Ilustrado, correspondiente al 1º de octubre de 1911, en la que se publica una extraordinaria gráfica de Eugenio Schmidt. La obra fue ejecutada por personal del Astillero Nacional y de la aduana, bajo la dirección del Ing. Luis Muñoz Tébar, empleándose para ello trescientos barriles de cemento donados por el Gral. Juan Vicente Gómez.

El nombre podría ser el diminutivo de “Plancha” que, de acuerdo con el diccionario de la RAE, entre otras acepciones es un «tablón con tojinos o travesaños clavados de trecho en trecho, que se pone como puente entre la tierra y una embarcación, o entre dos embarcaciones y, por ext., puente provisional», estructura que en todo caso era utilizada por las embarcaciones menores que se movilizaban principalmente al astillero y el castillo. Años más tarde, la estructura será removida y luego repuesta, a juzgar por algunas vistas fotográficas que se conservan.

La plazoleta, popularmente llamada la Planchita, contribuyó a embellecer el entorno, convirtiendo a la Plaza Flores en epicentro de la vida social y la galantería porteña, además de un agradable espacio para el esparcimiento, como lo revela la estampa que nos dejara don Adolfo Aristeguieta Gramcko: «Tenía pincelada de rambla catalana o alameda umbría, de cualquier ciudad mediterránea. Al llegar sentíamos resplandecer su verdor. Las calles vecinas al templo le servían de umbral, pasado el cual se abría la plaza en toda su extensión, cual bello escenario para juegos florales, cerrado al fin con el telón de fondo, de la fachada inolvidable del Hotel de los Baños / Era fresca, con esa frescura marina de las costas tropicales; compuesta de sombra y brisa directa que viene del mar. Sus bancos rojos invitaban al descanso avivando la fantasía en las horas de nostalgia. Sobre las aguas reflejaba el infinito azul del cielo, y las oscuras chimeneas de los barcos a la vista que vinieron de ultramar…» Imposible, como dijo el compositor, no encontrar amores allí un domingo paseando.

@PepeSabatino

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