Para el año de 1838 en la Provincia de Carabobo, se publicaron una serie de normativas que tenían como finalidad actualizar las regulaciones de la ciudad y toda la región que comprendía dicha provincia.
En el área de la salud estas reglas fueron dirigidas a todo el personal que para la época laboraba en la atención de los pacientes y por ello abarcaba a los médicos, comadronas, parteras y boticarios.
Para el caso de los médicos se establecía en ese reglamento que en la capital de la provincia tenía que haber un «médico ó cirujano» con sueldo establecido por las autoridades y que sería nombrado por el Concejo Municipal y aprobado por el gobernador de la provincia.
Por otro lado, para ejercer la medicina el galeno tenía que presentar su título ante el cabildo, el cual luego de la respectiva revisión de documentos emitiría la «licencia» para ejercer la profesión.
En cuanto a sus deberes, había quedado establecido que los médicos estaban obligados a «concurrir» cuando sean llamados a cualquier hora del día por una persona pobre y recetarla. Y su inasistencia es causal de una multa de 25 pesos de no ser demostrable el impedimento alegado para no hacer la consulta a domicilio.
Para el caso de las «Comadronas » y las «Parturientas» también tenían la obligación de salir para asistir a un paciente en el caso de que sean requeridos sus servicios y si no asisten tenían que pagar una multa de 10 pesos. Y si durante la atención hay complicación en el trabajo de parto deberán solicitar ayuda a los dueños de la casa para que alguien de la familia salga y ubique al cirujano.
Con respecto a los «boticarios», ellos tendrán que despachar medicinas a cualquier hora del día los 365 días del año y por ello tenían que pernoctar dentro de las boticas y de manera regular recibirían inspecciones por una especie de grupo auditor conformado por el gobernador de la provincia, los jefes políticos junto con un facultativo que revisará la calidad de los medicamentos.
Si el boticario no cumple con las normas podía recibir una multa que oscilaba entre 25 y 100 pesos y se podía llegar hasta el cierre del local.
Hay un dato curioso en esta reglamentación y era la vinculación de los padres de familia y los sacerdotes con el proceso de vacunación de la población infantil y es el siguiente:
En el caso de los padres de familia , era de obligación enviar a los niños a que fueran vacunados los días asignados para tal fin y los sacerdotes debía enviar a la policía un reporte de los bautismos realizados de manera de llevar un control de la población infantil que debía ser vacunado.
Con respecto a este punto de la vacunación en el artículo 40 de dicha reglamentación se expresa lo siguiente:
“El noveno día de la vacunación será obligación de cada padre de familia, ó mayordomo de heredad ó casa, volver a presentar los niños vacunados para tomar pus y examinar el estado de la viruela, bajo multa de dos pesos á los del poblado y uno a los del campo, á favor del profesor encargado de la vacuna”.
En cuanto a la sanidad dentro de los buques estaba establecido que el jefe político del puerto en conjunto con el médico ejecutaban inspecciones sanitarias de los mismos y si encontraban personal de la tripulación enfermo se decretaba la cuarentena del mismo notificando oficialmente al gobierno y por supuesto el control continuo de la población del barco afectado.
Y un punto final tomado en cuenta en esta normativa fue el caso de la “Lepra” donde se había decidido que mientras no se tuviera disponible un hospital para los “Lazarinos”, una vez que se diagnosticaba a un paciente con esa enfermedad el mismo tenía que ser trasladado lejos de la población para evitar que se propagara la enfermedad.
Hablando de ello, ya no en Carabobo sino en Villa de Cura, el Dr. Elías Pino Iturrieta en un artículo suyo titulado: “La tragedia de los lazarinos de Villa de Cura de 1835.” Hace una cita de lo que allí se vivía (que no debió haber sido muy diferente en el resto del país en esa época) que dice así:
“La consternación creada por dos pacientes de elefancia o Mal de S. Antonio aparecidos en la Villa, ha encarecido su envío al terreno escogido. Ya alejados de la población, y sin que haya relación con las personas sanas, la policía mantiene un cercado, en el que residen 20 o más, que nadie ve porque no se permite que una persona que no pertenezca a la guardia, se acerque en la distancia de diez leguas. Cada semana son subministrados de alimento, como maíz y granos, que se meten por una apertura, con la ayuda de una lanza estirada, y ella también cumple la función de alejarlos del sirviente que los pasa. Se mete agua cada tres días, siguiendo el mismo procedimiento. El pueblo entrega, cada dos o tres meses, ropa en la capilla del Santísimo, que se lleva igualmente, pero que los recluidos no usan por (sic) los dolores de la avanzada elefancia sofocan los movimientos corporales. Están encerradas tres mujeres y una niñita, que conviven con los apestados, del sexo masculino, no teniendo manera de impedir el contacto, por estar prohibida la entrada y desconocer las maneras de estar en el confinamiento. No ha habido un olor de un muerto, desde 14 de septiembre del año próximo pasado, pero sigue muy insufrible la pestilencia, de las llagas esparcidas por el viento. No ha habido escapatoria, de ninguno de los lázaros, para interés de la población, y cumplimiento de las ordenanzas”.
Carlos Cruz
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