Inventar el pasado puede ser más fácil que reconstruirlo. Su invención permite además adecuarlo a los intereses y necesidades del presente, huidizo y multiforme tanto como el pasado mismo. La invención casi nunca es total sino parcial, a partir de hechos objetivos previamente documentados y analizados pero con aristas poco explotadas o con aspectos desatendidos e ignorados.
El uso político del pasado, su manipulación y distorsión, su omisión, han sido documentados en diversas sociedades y momentos, incluso muy lejanos en el tiempo, como en el antiguo Egipto. No debe, pues, sorprender tales actitudes, pero es necesario estar alerta para poder desenmascarar los usos e intenciones de las aproximaciones al pasado.
En Venezuela tenemos muchos ejemplos de ello. El más conspicuo es, sin duda, el del Libertador, invocado ya desde el siglo XIX con intenciones legitimadoras. No en balde ha sido el gran mito fundacional y cívico del país. En estos tiempos de efervescencia del mito, de uso oficial de su complejo entramado de símbolos y significados imbricados y yuxtapuestos a otros muchos relacionados con las ideas de patriotismo, nacionalismo, igualdad, revolución, justicia y cambio social y político. Se trata de una transitividad aparentemente natural, pero simplista por automática y casi siempre inmotivada y poco fundamentada. En tal contexto, resulta a la vez penoso, políticamente incorrecto e incluso un ejercicio no exento de riesgos, indiferencia, exclusión y persecuciones tratar de poner en orden las cosas. Reubicar a los héroes (la frase es de Germán Carrera Damas, estudioso del culto a Bolívar), pero también por supuesto a las heroínas, por si quedaban dudas de su injusta exclusión, es una tarea siempre vigente y de gran utilidad en la historiografía venezolana.
Esa reubicación, sin embargo, no debe hacerse mediante la mera invocación propagandística, sino que debe basarse en reconstrucciones fidedignas como una manera de recuperar la memoria colectiva en un país que, como han señalado tantos intelectuales venezolanos, es poco proclive a cultivarla y refrescarla. Por ello, nos cuesta tanto recuperarla cuando más la necesitamos.
La memoria social, empero, está influida y moldeada por diversos factores y determinantes sociales, como las ideologías dominantes, los prejuicios, las percepciones derivadas de condiciones como género, clase y origen étnico, regional y local, entre otras. Así como hay una falsa conciencia derivada de ideas impuestas que generan alienación y distintas formas de vergüenza social y asimismo ignoran y terminan restándole visibilidad a fenómenos, colectivos y personas (entre ellas, verdaderos héroes), también hay una falsa memoria.
El uso político del pasado, la recuperación de la memoria y los estímulos para la consecuente modificación de la conciencia social apoyada en dichos procedimientos debe hacerse con conocimiento de causa y no solo con la buena intención o el deseo de justificar y legitimar o de invocar fenómenos mediante citas descontextualizadas y anacrónicas de hechos, personajes, (supuestos) héroes y acciones asumidas como precursoras o antecedentes directos de cualquier asunto.
El uso del pasado, que a fin de cuentas siempre será una constante y tal vez un procedimiento ineludible, debe hacerse con un alto sentido ético y una actitud crítica. Aquí no solo cabe perfectamente sino que resulta imprescindible, la idea contraria al precepto maquiavélico: el fin no puede justificar los medios, o no siempre y de manera arbitrariamente tendenciosa puede y debe aceptarse que justifique los medios.
Un escollo terrible para la conformación de modelos históricos para Venezuela y toda América Latina será la contraposición de narrativas simplistas que busquen justificar proyectos que, aunque se presentan como inclusivos, terminan siendo excluyentes e irrespetando los principios de amplitud y convivencia. La comprensión del pasado, y no su mera salmodia, nos puede mostrar rutas y ayudar a evitar atajos peligrosos y caminos equivocados.
En los últimos años, al menos en gran parte de los países del hemisferio geográfico occidental, han ganado visibilidad y protagonismo muchos grupos y colectivos ignorados, despreciados y sometidos al escarnio. En Venezuela se ha logrado aumentar la visibilidad y el aprecio social de indígenas y afrodescendientes, así como de otros grupos (comunidades locales y rurales e inmigrantes de antiguo arraigo, por ejemplo). El gran reto sigue siendo garantizar equidad social.
Mirar el pasado, mirarnos en él, situarnos en las perspectivas de nuestros antepasados que a fin de cuentas fueron quienes lo hicieron, usufructuaron o sufrieron, debe hacerse siempre con actitud crítica. Parte esencial de la crítica histórica es situar los fenómenos en sus determinados contextos, para que los juicios finales no resulten de la mera interpretación contemporánea del analista, es decir de sus valores y prejuicios sin tomar en cuenta las circunstancias de lo y los que somete a examen.
Una delgada línea, sin embargo, siempre en avance, desprende el pasado del presente. Como analistas a la vez somos y no somos parte del pasado, en todo caso más del reciente, menos del remoto sin dejar de serlo del todo. Esta ambigüedad genera una confusión a la hora de definir el rol para mirar el pasado: analistas, jueces, sumos sacerdotes pontificadores, protagonistas o personas interesadas simplemente en comprender los orígenes. Mezclar esos papeles resulta en confusiones y distorsiones.
Oh, pasado, allí estás. Nos sigues haciendo con mil dedos. Que tu aliento depurado nos anime, pero que tus cadenas no nos aten sino que nos liberen.
Horacio Biord
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