De manera cíclica el tema del indigenismo, como el de la identidad (“nacional”, hispanoamericana o latinoamericana), se reitera en los discursos sobre América Latina. En especial, en nuestro país constantemente se vuelve a este asunto y se revisa las premisas y las implicaciones, aunque sin entrar verdaderamente en el tema y tratar de entenderlo. En realidad, el llamado “indigenismo”, en este caso la exaltación de lo indígena o énfasis en los componentes culturales derivados de las sociedades amerindias no solo antes de la conquista sino también en el período posterior de interacción sociocultural y de continuas dinámicas culturales e identitarias, viene a ser una máscara de algo más complejo y profundo que bulle en el recóndito interior de nuestra formación social.
Ciertamente, el indigenismo ha sido un tema apropiado por las izquierdas latinoamericanas y manipulado por diversos intereses ideológicos y políticos. No podemos ignorar que muchos pensadores y organizaciones de inspiración marxista consideraron las realidades de los pueblos indígenas en su momento, como José Carlos Mariátegui en Perú, o propugnaron medidas para la atención de sus problemas, como el Manifiesto del Partido Comunista de Venezuela de 1931. También es cierto que el indigenismo marxista enfrentaba la nada fácil tensión entre priorizar la lucha de clases o las reivindicaciones étnicas, que en algunos casos podían imbricarse con las luchas de clase sin reducirse a ellas.
Más allá de la división entre izquierda y derecha, que puede resultar útil como como recurso descriptivo, y su concreción en diversas posiciones que justifican el uso del plural para referirlas (izquierdas y derechas), las percepciones sobre las realidades latinoamericanas y venezolanas se polarizan fuertemente y de manera cuasi irreductible en un espectro cuyos polos no solo se oponen sino que en la praxis sociopolítica casi siempre antagonizan sin posibilidades de articularse mínimamente. Ello lleva a cada sector a percibir una posición u otra como una amenaza y una debilidad que debe ser superada aun mediante su aniquilación.
Ver el “indigenismo” como una máscara puede ayudar a entender una complejidad social que ha sido ignorada e invisibilizada, cuando no abiertamente desestimada; despreciada y condenada. Esa postura ha impedido que se pueda formular proyectos regional, subregionales y de país viables y sostenibles. El término “indigenismo”, en este caso, comprende una multiplicidad de referentes, opiniones, juicios y prejuicios sobre los pueblos indígenas, antiguos y actuales, y sobre otras expresiones etno-socioculturales que se han generado tanto en el período colonial como en el republicano. Todo ello es común, en distintos grados y con las particularidades de cada caso, a toda Latinoamérica.
Digamos, más allá de la división entre “izquierdas” y “derechas”, que existen dos puntos de vista irreconciliables: uno que valora lo amerindio y otro que lo desprecia y solo se identifica con los aportes europeos. La valoración de lo amerindio por lo general se extiende a las expresiones etno-socioculturales derivadas de los africanos negros esclavizados y sus descendientes (afroamericanos, para usar una categoría amplia) y otras sociedades “mestizas” o locales. Indígenas, afroamericanos y comunidades locales han sido sectores subalternos, despreciados, discriminados e invisibilizados, además de sometidos, cada uno de acuerdo con sus características sociohistóricas, a los efectos de ideologías de “progreso” que buscaban su transformación, cambio social, así como la asimilación a los valores, haceres y costumbres de la sociedad envolvente.
El cambio social, a veces coercitivo, directo o indirecto, incluso explícito o implícito, se ha llevado a cabo mediante diversos mecanismos, como la educación formal, la valoración cuando no fijación de cánones estéticos, la “civilización”, “reducción” y evangelización como políticas de Estado. Este último fue el caso de las políticas públicas para indígenas o indigenismo delegado, especialmente en la primera mitad del siglo XX.
El indigenismo en sentido amplio se constituye en una gran máscara de la América profunda, de la Venezuela profunda que palpita con fuerza, que existe plenamente ante el desprecio de las élites dominantes e intelectuales que se miran no en la máscara del indigenismo, sino en las tradiciones europeos o eurogénicas, que por supuesto son un componente importantísimo de las culturas americanas en un sentido amplio, pero no la única aunque por su carácter dominante y subordinante pareciera el único y más relevante. Aquí se estrella la idea del árbol de las tres raíces como metáfora de los diversos componentes de América: lo indio y lo negro se desprecian y se niegan sistemáticamente, aun de manera velada u oculta.
Ejemplos de ello serían asumir que nuestra forma de razonar es enteramente occidental porque responde a la lógica de origen greco-latino o preferir un nombre de referentes europeos en vez de una designación más neutra o incluso “indigenista” para una publicación, situaciones reales de reciente data. El desprecio por lo autóctono, su repulsa u odio (consciente o no), junto al desconocimiento de fenómenos correlacionados como la pobreza, la exclusión, el racismo y sus múltiples causas, así como la falta de voluntad político-administrativa para encararlos y resolverlos, han sido y son las bases más firmes de ideologías y proyectos populistas. Estos casi siempre se traducen en gobiernos autoritarios, poco democráticos, represivos, económicamente ineficientes y contrarios al pluralismo ideológico.
La construcción de proyectos alternativos verdaderamente inclusivos choca contra las actitudes colectivas frente al “indigenismo” como máscara de la Venezuela profunda, como un rostro no solo amable sino inclusivo de otras alteridades y expresiones de diversidad sociocultural y lingüística. Esa ignorancia de lo autóctono nos condena a construir sociedades inviables por fijarse y anclarse solo en el costado occidental de nuestros países en ignorancia y desprecio absolutos de los otros.
Ahora bien, no se trata solo de un asunto ideológico o axiológico como valorar equitativamente todos nuestros componentes culturales de los cuales derivan costumbres, saberes, haceres, racionalidades, expectativas, formas de organización, modos de vida, etc., sino de combinar estas ideas con proyectos viables. Para ello, además de lo social y lo cultural es esencial lo económico. Proyectos con gran sensibilidad social han fracasado, entre otras razones, por la carencia de planes económicos exitosos. Al revés, proyectos con buenas propuestas económicas no han tenido buen suceso por dejar de lado variables derivadas de las realidades sociales. En la actualidad, a ello se suma el imperativo de sortear dos crisis relacionadas: la insostenibilidad de los modos de vida de la sociedad industrial y las transformaciones del proyecto civilizatorio Occidente, que incluye parcialmente a América Latina pero que sus élites perciben como el único marco posible para un proyecto histórico.
Los insostenibles modos de vida de la sociedad industrial, la crisis civilizadora de Occidente y la inestabilidad socio-política y económica de América Latina nos obligan a mirarnos muy adentro, a repensarnos, a revaluar la máscara del “indigenismo”. Se trata de procesos difíciles y hasta dolorosos en extremo: renunciar a pre-conceptos y sesgos que nos han acompañado a lo largo de nuestra socialización, enculturación y formación. Solo la aceptación de lo que realmente somos, aunque sea distinto de lo que nos enseñaron que éramos o debíamos ser, nos liberará y nos permitirá construir sociedades inclusivas, igualitarias, solidarias y, por tanto, socialmente justas. Para ello será necesario desenmascarar a los falsos portadores de la máscara indigenista, a aquellos que desvirtúan la idea de la autoctonía o el indigenismo, y asumirnos como dignamente diversos, no tanto “un género humano aparte”, como dijo Bolívar, sino como una “gran nación plurinacional, multicultural y plurilingüe”; unidad y variedad como las dos caras de una misma moneda. La máscara del indigenismo nos permite vernos como somos y nos debe unir e integrar y no descalificar, excluir y dividir.
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