El gobierno del general Marcos Pérez Jiménez circuló en 1956 un lujoso libro de propaganda, encuadernado, con numerosas fotografías e ilustraciones y en papel brillante, titulado Así progresa un pueblo. Diez años en la vida de Venezuela, publicado en Caracas ese mismo año por Mendoza & Mendoza, editores e impreso en Talleres Gráficos Ilustraciones, S. A. Llama la atención que el período considerado abarca desde el golpe de Estado perpetrado el 18 de octubre de 1945 contra el general Isaías Medina Angarita por jóvenes militares aliados con el partido Acción Democrática y no solo el período transcurrido desde el otro golpe de Estado contra el presidente Rómulo Gallegos el 24 de noviembre de 1948.
El libro reseña los principales logros gubernamentales en distintas áreas. Curiosamente en un apartado titulado “Centros Misionales” se resume la política indigenista y, sobre todo, los principales supuestos ideológicos y prejuicios que la fundamentan. No obstante, en la sección dedicada a los tratados internacionales no se indica la adopción de la Convención de Pátzcuaro que instituyó el Instituto Indigenista Interamericano y estimuló en los países parte políticas de atención a los pueblos indígenas con una concepción asimilacionista, que luego se modificaría (p. 84). Esa síntesis del libro aludido muestra claramente los supuestos de la política indigenista venezolana:
“El Ministerio de Justicia tiene asignada la función de procurar el mejoramiento de las condiciones de la población indígena de las zonas selvática de la Nación y en este sentido se ha intensificado notablemente la acción de civilización y protección del indio, que ejerce directamente el ministerio y la que realiza por intermedio de las misiones católicas instaladas en esa zona a las cuales el Gobierno le presta su ayuda” (p. 218). Ese párrafo establece la meta de “civilización” como “protección” de los indígenas, que no es más que un cambio social coercitivo. Asimismo se señala la delegación del indigenismo en algunas regiones a las misiones religiosas católicas.
De inmediato se especifican los acuerdos de delegación del indigenismo: “Existen convenios entre el Estado venezolano y las órdenes religiosas Capuchina y Salesiana para la reducción y civilización de los indígenas que pueblan los extensas regiones de la Gran Sabana y otras zonas del estado Bolívar y de la Goajira en el estado Zulia” (p. 218). La ubicación geográfica, quizá error del redactor (lo que pudiera evidenciar las percepciones del venezolano medio de entonces), excluye los hoy estados y entonces territorios federales Amazonas y Delta Amacuro.
Seguidamente el libro apunta: “Esas órdenes religiosas tienen establecidos varios centros misionales y desarrollan una benéfica labor de civilización y divulgación de la fe cristiana” (p. 218). Estas declaraciones amplían la concepción del propósito del indigenismo delegado a las misiones: los procesos de reducción o “dejar de ser indio” y civilización o adopción de otros recursos culturales, mediante el cambio social forzado. Estos procesos se acompañaban y reforzaban, como en la época colonial, por la evangelización.
Se señala asimismo que “Los centros misionales cuentan con edificios y templos donde se les proporciona a los indígenas enseñanza elemental y técnica, recibiendo beneficios materiales y espirituales que contribuyen a su mejoramiento económico y social. Se le ofrece trabajo remunerado y constante en aserraderos, instalados en las zonas donde habitan los indígenas, contribuyendo en forma eficaz a que estos pobladores se arraiguen y se establezcan con su familia en una localidad en contraste con la incipiente e inestable economía selvícola que antes era tradicional en ellos y que los obligaba al nomadismo” (p. 218). Si bien se trata de una descripción somera de las actividades desarrolladas mediante el indigenismo delegado, constituye un retrato de lo que sucedía en los centros misionales y de lo que, con buenas intenciones, terminaba generando procesos de transculturación y vergüenza étnica y lingüística. El calificativo de “economía selvícola”, empleado a mediados del siglo XX, contrasta con todo lo que hoy en día se sabe sobre los complejos sistemas de producción, intercambio e integración de los pueblos indígenas, fragmentados cuando no destruidos por los procesos de conquista y colonización.
A propósito del indigenismo directo por parte del Estado venezolano o no delegado en las misiones, en el apartado “Comisión indigenista” se aclara que “Aunque la población indígena de Venezuela es reducida -100.000 habitantes- en comparación con la de otros países de América, el gobierno se ha preocupado intensamente por mejorar las condiciones en que viven éstos” (p. 218). La infravaloración de la importancia demográfica de los indígenas y el desdeño por su relevancia cultural y de sus derechos anteriores a la creación de los estados nacionales son constantes en toda América Latina. Lo han sido en Venezuela durante mucho tiempo y, en especial, cuando la Asamblea Nacional Constituyente de 1999 discutió la incorporación de normas relativas a los pueblos indígenas, concentradas principalmente en un capítulo especial.
Finalmente se refiere que “La Comisión Indigenista es un organismo oficial de resguardo, protección y civilización, de carácter técnico que se ocupa del estudio científico de la lingüística indígena, atiende las denuncias y quejas de las comunidades indígenas sobre conflictos o problemas de tierras ocupadas por ellos y examina, también las solicitudes de permiso para viajar en territorios habitados por ellos” (p. 218). La Comisión Indigenista fue creada tras la adopción de la Convención de Pátzcuaro en 1946.
Es importante señalar, lo que ya es un criterio no solo de la Ley de Misiones de 1915, sino también de distintos textos legales del siglo XIX: los indígenas cuyos territorios ancestrales estaban ubicados fuera de esas zonas remotas quedaban exentos del indigenismo delegado. Sin embargo, el Estado tampoco les prestó suficiente atención hasta la década de 1960. Como una excepción en la década de 1950, la Comisión Indigenista realizó diversas actividades en comunidades kari’ñas del estado Anzoátegui y recibió delegaciones de indígenas de otras regiones.
Esta concepción geográfica de las alteridades resulta significativa. Parece existir una posible correlación entre marginalidad territorial y menosprecio étnico y cultural. Adicionalmente, la idea de la distancia geográfica también estaba imbuida de una falsa creencia de que “indios de verdad” solo vivían en las selvas, en la Gran Sabana, en los humedales del Delta del Orinoco o en las desérticas planicies de la Guajira. Los indios más próximos implicaban una alteridad aparente menos extrema, debido en parte a la adopción (muchas veces por imposición) de recursos culturales, especialmente materiales (vestimentas, utensilios diversos, patrón de asentamiento), simbólicos (religión) y lingüísticos. Afortunadamente la valoración y visibilidad de la diversidad sociocultural ha ido cambiando en América Latina y en Venezuela, en particular, pero aún queda mucho que pensar y hacer en este campo, no solo en beneficio de los indígenas como pueblos originarios sino para bien de las sociedades latinoamericanas y la consolidación de identidades y proyectos históricos propios no subalternos.
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