En 2021 se celebró el septuagésimo aniversario de la expedición venezolana y francesa a las fuentes del Orinoco. Ese señalado aniversario fue motivo para reflexionar sobre lo que significan en la conciencia venezolana actual y lo que han significado especialmente en el siglo XX no solo el Orinoco y sus fuentes, sino todo ese mundo tan maravilloso de la Guayana. Creo importante que, al conmemorar esa expedición que fijó definitivamente para la ciencia geográfica occidental la geolocalización de las fuentes del Orinoco, pensar un poco si realmente conocemos lo suficiente y tenemos una idea adecuada de lo que significa la Guayana, en general, los pueblos que la habitan y el enorme patrimonio no solamente biológico sino también cultural de la región.
Se ha podido correlacionar la diversidad biológica con la diversidad sociocultural y lingüística. La diversidad biológica se ha mantenido más prístina y con mayor complejidad en aquellas regiones donde también ocurre, como un correlato social, una mayor diversidad cultural y lingüística. Eso debe tenerse en cuenta, sobre todo cuando se piensa en la Guayana como un “área de conquista” que se debe uniformar y supuestamente “civilizar”. Esta suposición contrasta con una gran realidad y es que allí existe una civilización, la civilización amazónica, que provee matrices culturales que proveen un horizonte común en el cual han cristalizado diversas sociedades con sus respectivas culturas.
Lejos de acercarnos a la Guayana con actitudes supremacistas, deberíamos hacerlo de manera muy respetuosa hacia las sociedades indígenas y sus culturas y también hacia las de otros grupos de antiguo arraigo allí, como campesinos y afrodescendientes. Se convierte entonces en un imperativo tratar de entenderlas, tratar de aprender de ellas y de promover la interculturalidad en la sociedad venezolana, especialmente un gran respeto hacia tal diversidad porque Venezuela, como toda América Latina y como quizá todos los países del mundo, es un país altamente diverso. Ha sido importante el discurso favorable a la diversidad sociocultural que en los últimos años ha habido en Venezuela desde las esferas gubernamentales, aunque no así en cambio a la diversidad ideológica; pero ese discurso contrasta en la praxis con la atención a los pueblos indígenas, sus aldeas y comunidades.
Cuando se celebró el medio milenio del viaje de Colón a América, por no darle otro nombre a tal evento, se generó una corriente que volvía sobre los fueros de la leyenda negra y en Venezuela hasta se fundó un grupo de “no descubiertos”. Ahora bien, más allá de la polémica por la celebración acrítica de la hazaña colombina, la idea de descubrir es apropiada. Las acepciones del verbo descubrir en el Diccionario de la lengua española (1.- “manifestar, hacer patente”; 2.- “destapar lo que está tapado o cubierto”; 3.- “hallar lo que estaba ignorado o escondido, principalmente tierras o mares desconocidos”; 4.- “registrar o alcanzar a ver”; y 5.- “venir en conocimiento de algo que se ignoraba”) se ajustan precisamente al encuentro de mundos y de visiones distintas, de percepciones diversas. Si no entendemos el encuentro de europeos y amerindios como un descubrimiento recíproco y una construcción del otro a partir de los referentes conocidos, será más difícil aquilatar lo que significó a finales del siglo XV y a principios del XVI la llegada de los europeos a América. Sería incompleto solo describirlo a partir de la óptica de la expansión de los mercados y de la violencia que generó el colonialismo, que tampoco puede ser negada ni minimizada.
Siguiendo esta argumentación podemos entender que la localización de las fuentes del Orinoco, a mediados del siglo XX, constituye obviamente un descubrimiento. Lo fue, por supuesto, más para el resto de la sociedad venezolana que para los indígenas. Vale la pena señalar algunos aspectos de ese hallazgo. Uno es el contexto mundial de posguerra. Apenas habían transcurrido seis años de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Otro es el interés de los países sudamericanos, y especialmente en este caso de los países amazónicos, de explorar, conocer y poder delimitar bien sus territorios. Para Venezuela se trataba de una materia pendiente. Los confines entre Brasil y Venezuela seguían siendo más una “frontera” que un “límite” internacional, fijado con precisión. La tecnología disponible entonces para trazar cuál era el curso del río presentaba limitaciones. Los testimonios de varios de los miembros de esa expedición documentan las dudas que se generaban al encontrar un caño por aquí y otro por allá. No era sencillo decidir cuál era el curso principal, si el Orinoco bajaba por uno u otro curso. La selva mostraba su exuberancia, sus complejos ecosistemas y su diversidad intrínseca.
En consecuencia, es muy interesante subrayar la idea de descubrimiento, pero de un doble descubrimiento. Indígenas y forasteros (venezolanos no indígenas y franceses) verían con sorpresa mutua las maneras de actuar de cada uno, sus recursos tecnológicos, las formas de comportarse, la manera de relacionarse con los otros pueblos nativos. La leyenda negra y la leyenda rosada son relatos o narrativas sesgadas, hechas más con la emoción que con la razón. Podemos encontrar obviamente elementos ciertos en cada una de esas de esas versiones, pero son verdades a medias. Desde el momento mismo de la conquista se produjeron opiniones, textos e informes que apoyaban una u otra interpretación. La leyenda negra encuentra un asidero en la obra de fray Bartolomé de Las Casas, quien presenció horrores derivados de la ambición desmedida y los abusos de los conquistadores. En la conquista de América tenemos que distinguir tres niveles: filosófico, jurídico y factual o de la praxis. Los tres niveles tienen, sin embargo, una gran variabilidad interna.
El nivel filosófico nos muestra un caso quizá único en toda la historia de la humanidad. Se trata de un imperio que se cuestiona las bases éticas y jurídicas, incluso filosóficas y teológicas, de sus conquistas y actuaciones, empezando por la idea de la naturaleza del indio, si era o no un hombre verdadero. Esto nos puede parecer absurdo más de quinientos años después, pero en su momento no lo era. Lamentablemente la historiografía protestante anticatólica, especialmente en el siglo XVIII, contribuyó a tergiversar ese debate, a distorsionarlo y caricaturizarlo. La naturaleza humana del indio, de personas que representaban una alteridad cultural extrema frente a la Europa de la época y a su propio imaginario (es decir, las fantasías culturalmente construidas), tenía consecuencias muy importantes: su dignidad, su capacidad de acceder al bautismo y por tanto a la salvación eterna, según la visión cristiana imperante, y la transgresión ética que en consecuencia sería su esclavitud. Esas ideas tenían implicaciones jurídico-administrativas que generaron todo un corpus de leyes.
El nivel jurídico es conocido en general como Leyes de Indias que son todas las normas elaboradas para la conquista de América, la colonización, el poblamiento, la vida colonial. Se trata de un conjunto amplio y casuístico. Era muy difícil para un imperio como el español en el siglo XVI adoptar normas generales para vastas regiones y sociedades tan distintas. Ese plural se adecúa mejor a la realidad: una constelación de mundos diversos y escasamente conocidos, además de las dificultades de las comunicaciones en la época colonial.
Luego viene el nivel de la praxis, la interpretación y aplicación de esos principios y leyes que se hacía ya en las colonias americanas, en los virreinatos, en las audiencias y provincias, en las posesiones aún insuficientemente conocidas. En las Indias o tierras americanas había todo tipo de personas, desde los conquistadores y sus descendientes ávidos los unos de riquezas y los otros de conservarlas hasta los funcionarios coloniales. Muchos de los conquistadores y de los pequeños funcionarios provenían de una baja extracción social, con poca o nula instrucción, y tenían una insaciable y desmesurada sed de riqueza, tenían hambre (“un hambre acumulada”, pudiéramos decir con una expresión muy coloquial) o apetencias de todo tipo, desde económicas y materiales, honores y reconocimientos, hasta las de alimentos y lujuria.
Esos tres niveles se entrelazan y solapan, por lo que no siempre resulta fácil diferenciarlos. Sin embargo, culpar sin más a determinadas personas cuyas actuaciones merecen revisiones y reinterpretaciones, como la reina Isabel la Católica o Cristóbal Colón, parece otro ejemplo de actuar más con la emoción que con la razón. Recientemente en Sevilla (España) una asociación de militares pidió al alcalde de la ciudad retirar una estatua de Simón Bolívar (https://www.eltiempo.com/mundo/europa/espana-piden-retirar-estatua-de-simon-bolivar-de-plaza-espala-en-sevilla-568655). Lo tildaban de “enemigo de España”, “traidor” y “asesino”. Si lo vemos de manera desapasionada y nos olvidamos de que Bolívar es nuestro Libertador y, sobre todo, que ha sido la deidad principal del culto oficialista del Estado venezolano a lo largo de casi dos siglos, aunque exacerbado en las últimas dos décadas, tal petición parece muy lógica, a despecho de los esfuerzos justificativos de Unamuno para presentar a Bolívar como continuador de un Cid idealizado por la visión romántica. Tal petición, por otro lado, puede considerarse como la reacción esperada al fenómeno de derribar estatuas de conquistadores en América.
En América se arremete contra las estatuas de los conquistadores y en España contra las de los libertadores. Volvemos a lo ya expuesto: actuar más con la emoción que con la razón. Estas actitudes pueden interpretarse como parte de la crisis en ciernes de los valores civilizatorios. Parecería que estamos en una crisis de la civilización occidental. Adonde se dirija la mirada analítica podemos precisar malestares o insatisfacciones que presagian esa crisis o manifestaciones que la testimonian. Uno de esos indicios tiene que ver con el conocimiento y el aprecio del pasado como elementos que contribuyen a mantener y consolidar las identidades.
Como han reconocido varios pensadores, entre ellos Arturo Uslar Pietri, el hecho de que nos preguntemos continuamente sobre qué es América Latina y qué somos los latinoamericanos evidencia una inseguridad o una cuestión no resuelta sobre nuestras identidades. Pero esta pregunta no la podemos desvincular, ni en su formulación ni en sus posibles respuestas, de una crisis de más amplias perspectivas y dimensiones como es la crisis del llamado mundo Occidental y su civilización. Estamos ante un proceso no concluido, un continuo enjuiciamiento de nuestras creencias, asunciones e imaginarios sociales y, por ello, también de los héroes. Los ataques a las estatuas continuarán como una manera simbólica de manifestar desacuerdos con las historias oficiales y las manifestaciones conmemorativas. A ello se suma el cambiar nombres y reordenar la memoria y los héroes.
Vale la pena en medio de todo esto, formular un ideal transiberoamericano, que vaya más allá de lo hispano y lusoamericano e incluya muchos pueblos en algún momento agredidos y agraviados pero con procesos históricos unificados. En un mundo tan convulso y de desenlaces inciertos, los pueblos y países iberoamericanos deberíamos tratar de conformar un gran bloque no solo fundamentado sino también facilitado por compartir determinadas matrices culturales y dos idiomas (el español y el portugués) con amplias posibilidades de mutua inteligibilidad para sus hablantes, aunque no sea su primera lengua o lengua de origen cultural. Es el caso de los pueblos indígenas y hablantes de otras lenguas minoritarias o minorizadas, de este o del otro lado del océano que separándonos también nos une.
Deberíamos, pues, tratar de construir redes de integración más fuertes; pero para ello será necesario reevaluar la historia y reubicar a los héroes, como señaló en una oportunidad Germán Carrera Damas. Tal vez presenciemos en el futuro mayores choques de civilizaciones y visiones contrapuestas del mundo. Es necesario tratar de entender los contextos de los conflictos, antiguos o actuales, lo que no implica justificarlos. Si entendemos el pasado desde el presente y no desde sus propias circunstancias geotemporales parecerá casi siempre inapropiado, injusto o violento. Entender el pasado desde el presente implica valorarlo con las ideas prevalecientes en el momento de la reflexión. Ello, sin embargo, resulta distinto a hacerse preguntas sobre el pasado desde el presente, lo que siempre ha hecho el ser humano.
Quizá más que nunca sea necesario descubrirnos: descubrir y valorar nuestra intrínseca diversidad y sus elementos constitutivos. El Orinoco y la Guayana toda, sus mundos, esperan un real descubrimiento y valoración de sus riquezas inmateriales y no solo materiales, una valoración de su diversidad tanto biológica como sociocultural. En este sentido, los pueblos indígenas así como otros segmentos sociales representan un reto para la comprensión de la Venezuela total, para entendernos como un país diverso que puede construir un gran bienestar social a partir precisamente de su diversidad.
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