Discurso de Incorporación como Individuo de Número del Pbro. Luis Manuel Díaz Escrito por Luis Manuel Díaz

RELIGIOSIDAD Y ESPIRITUALIDAD ANTE LA MUERTE EN LA NUEVA VALENCIA DEL REY EN LOS TESTAMENTOS A FINALES DEL SIGLO XVII Y XVIII

(Palabras pronunciadas por el Pbro. Luis Manuel Díaz, en su incorporación como Individuo de Número de la Academia de Historia del Estado Carabobo, en la Casa de La Estrella de Valencia, el 17 de mayo de 2014)

INTRODUCCIÓN

Mis primeras palabras de agradecimiento están dirigidas al Dios de la Gracia y de la Misericordia, el Señor del tiempo y de la historia, manifestado en su Hijo único, el Verbo Encarnado, Jesucristo, quien pasó haciendo el bien. Por esta Iglesia diocesana de Valencia, que va camino hacia su primer centenario de existencia, por recibirme en su seno como Madre y Maestra en los sagrados sacramentos de la vida; y lo expreso con profunda gratitud en la persona de mi actual obispo, el Excmo. Mons. Reinaldo Del Prette Lissot, Arzobispo de la Arquidiócesis de Valencia.

Agradezco a esta venerable institución de la Academia de Historia de Carabobo, en la persona de su presidente, el Dr. Enrique Mandri, y demás ilustres miembros quienes la conforman, por esta designación como Individuo de Número. Esta honrosa deferencia elección a la Academia por estos acuciosos investigadores, -lumbreras del pasado y del presente, conductores de la conciencia histórica regional, y guardianes del verdadero quehacer y porvenir de la cultura y sanas tradiciones- significa un ofrenda de gratitud y reconocimiento a esta Iglesia diocesana, por muchos creyentes hombres y mujeres que al transcurrir el tiempo dieron y dan testimonio de entrega y servicio en beneficio y desarrollo de esta sociedad carabobeña.

Con esta designación, sucedo hoy en el sillón “N” al recordado académico, el profesor Alfonso Betancourt, quien amó entrañablemente la historia patria y regional, tal como lo articulaba con mucho conocimiento en los diferentes relatos históricos que mantuvo durante 40 años en su famosa columna en el diario regional El Carabobeño: “Desde el Meridiano 68”. Agradezco a Dios por su labor histórica que pudo hacer este hombre y que Dios lo premie con la futura vida eterna.

Quiero agradecer de manera especial, al Seminario “Nuestra Señora del Socorro” de Valencia, el “corazón de la diócesis”, donde ha transcurrido la mayor parte de mi vida ministerial, en la persona del rector, el Pbro. Joel de Jesús Núñez, y al equipo de formadores. Asimismo a los seminaristas del Tercer Año de Filosofía (2013-2014), en la cátedra “Historia de la Iglesia en Carabobo”.

Agradezco por acompañarme en este acto a los profesores del Seminario, a los cronistas carabobeños, representados en mis amigos, mi hermano el Ingeniero Evencio José Díaz y el Dr. Julio Centeno Rodríguez; a mis familiares y amigos, y a todos los fieles de las diversas comunidades parroquiales, con quienes he compartido el camino de la fe.

A todos muchísimas gracias.

Siguiendo ahora con el acto protocolar, vengo a proponer un trabajo histórico sobre los testamentos, que han sido conservado con muchos celos durante estos años por la Iglesia valentina. Es una investigación con un enfoque desde el estudio de las mentalidades. Por supuesto que el tema tiene que ver con la historia de la Iglesia. El Papa Francisco nos llama con urgencia, en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, “a valorar la historia de la Iglesia como historia de salvación” (233), y así reconocer en esta historia, entre luces y sombras, – dice el Papa- una “historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana…” (96).

TEMATICA DE INVESTIGACIÓN

En el Archivo Histórico “Mons. Gregorio Adam” reposa una pequeña sección testamentaria, donde encontramos un cúmulo de información o datos interesantes para conocer con mayor amplitud algunos aspectos de la sociedad valenciana y carabobeña. Una de ellas, y es quizás lo inédito de este trabajo histórico[1], es conocer la religiosidad o la espiritualidad de la vida cristiana ante la muerte en los primeros pobladores o creyentes de la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Anunciación de la Nueva Valencia de Rey. En esta cotidianidad de la vida religiosa popular, su devoción y piedad, queremos estudiar el momento absoluto y universal de la vida humana, su término último y único del peregrinar cristiano, la muerte; la muerte como actitud ante la vida. Este es el contenido de estudio histórico que me propongo presentar, y luego hacer un análisis desde una perspectiva teológica y espiritual de estos testamentos de finales del siglo XVII y XVIII.

La visión cristiana ante la muerte, a la luz de la certeza histórica y religiosa de la Resurrección de Jesucristo, se manifiesta en la religiosidad del creyente, y tiene su origen en la espiritualidad o piedad cultivada y vivida durante su experiencia de fe, hasta las últimas voluntades expresadas en su memoria testamentaria. De esta forma, el testamento, además de ser un instrumento legal en la sociedad colonial para la sucesión de bienes materiales y espirituales, era una expresión libre y consciente de las últimas voluntades de un creyente devoto ante la muerte. El cumplimiento de estas últimas voluntades era un deber sagrado que tenían que ser observadas al pie de la letra por los herederos o albaceas. Por consiguiente, en las Sinodales de Caracas de 1687, se mandaban que “los obispos, como delegados del Papa, son ejecutores de las últimas voluntades”, y les tocaba “hacer cumplir, y ejecutar, cualquier testamentos, capellanías de misas, y obras pías, que dejaren los fieles…” (Tít. XIII, 136).

El estudio de los testamentos nos ha llevado a comprender que los primeros creyentes o cristianos valencianos tomaron en serio el tema de la muerte, como un hecho transitorio. Es decir, que “más allá de este hecho, percibe el hecho mucho más decisivo, el único decisivo, de la resurrección” (FÈRET Henri-Marie, 2007:86). Esto significa que el cristiano devoto pone en primer lugar el hecho de la resurrección, y la muerte pasa a un segundo plano. Sin embargo, la muerte sigue siendo la mayor certeza, un hecho inevitable que tenemos los hombres y mujeres frente a la vida. Quizás el tema elegido puede parecernos extraño, por su connotación sin-sentido de la vida; pero, como nos indica un estudioso de la materia, el teólogo Tamayo-Acosta: “Sentido de la vida y sentido de la muerte no pueden disociarse” (1993, 189). Tal como se percibe la vida, se percibe la muerte, como una actitud frente a la existencia humana. La muerte corporal para el cristiano, es una idea que está iluminada por la esperanza de la resurrección de Jesucristo. Se vive de esta esperanza, de lo contrario en vano sería nuestra fe (Cf. 1 Cor 15, 13).

Al estudiar algunos testamentos, y conocer el pasado religioso del creyente, se podría caer en la tentación en pensar que la importancia dada a la muerte fuese una dulcificación de la vida; en contraste con el presente, cuando se ha caído en la banalización de la muerte. Al aceptar la vida como don sagrado de Dios, nos lleva acoger la muerte como la culminación de la vida terrenal ante Dios. Desde la fe, la idea de la muerte, como parte de la vida cotidiana, sigue siendo una realidad compleja y difícil para la existencia. Es esta razón por la que puede existir un doble discurso sobre la muerte: su dulcificación desmedida o su banalización obscena.

Este doble discurso sobre la idea de la muerte, tiene su origen en la cultura reformista del Concilio de Trento del siglo XVI, en defensa de la fe ante los protestantes. En este contexto histórico, en el cual se va insistir en el cumplimiento de la disciplina doctrinal y canónica, va generar en la mentalidad religiosa una piedad o devoción “personalista”. Los primeros evangelizadores y pobladores españoles, y los nacidos en estas tierras, no escaparon de esta mentalidad. El historiador español, Melquiades Andrés, lo describe de esta manera:

La perfección individual es la primera preocupación de la espiritualidad española, como medio de reforma eclesial. Nuestra reforma crece marcada por el individualismo del Renacimiento y del nominalismo. Comienza por la reforma del corazón, que es lo primero que la naturaleza forma en el hombre y lo que tiene necesidad de ser más socorrida. Desde ahí trata de llegar a todo el hombre, integrado en sí mismo; a la orden respectiva, la Iglesia y, a lo que creo, también a la sociedad. (1980:330).

En la conciencia del hombre o de la mujer en los siglos XVII y XVIII, también desarrollaran una religiosidad individualista de la fe, que conllevaba a tener una “conciencia aislada” – expresión del Papa Francisco- de la comunidad de los creyentes. De aquí se deprende que los testamentos describan con minuciosidad y quizás con mucho escrúpulo la actitud ante la muerte: por el cuerpo amortajado, por la sepultura, por la ceremonia del entierro o las exequias, las oraciones a los santos o ángeles, novenas y misas, y las obras de caridad.

Esto significaba que la experiencia de la muerte era un hecho individual, al poner el acento en la muerte propia. Por consiguiente, en los testamentos hay una preocupación exacerbada en los méritos propios de cada persona, en donde se da importancia a las últimas voluntades, siendo protagonista el testador o la testadora de una “muerte vivida”. El temor se encuentra en el juicio personal y depende de las buenas o malas acciones realizadas durante la vida (Cf. Tamayo-Acosta, 1993: 198).

En contraste de aquella realidad, idea de la muerte que predominó durante los siglos XVII y XVIII; hoy en día, por un lado, el tema de la muerte está centrado por la preocupación en la muerte ajena; es decir, pareciera que no se teme ya a la muerte propia. De ahí que la idea de la muerte ajena se llega a una exaltación exagerada, hasta llegar a una dramatización grotesca, como ocurre en los entierros de algunos barrios o pueblos humildes. Y por otra parte, se presenta en las grandes ciudades, la idea de la muerte prohibida, donde se prohíbe hablar de ella para preservar la felicidad del presente. Existe una tendencia a suprimir de manera casi radical las cosas que pueden recordar la muerte. En definitiva, es la actitud de huida ante la muerte, como alejar la muerte de la vida cotidiana (Cf. Tamayo-Acosta, 1993: 198-199). Con razón afirmaba hace años, el profesor y médico Augusto León, que “el hombre moderno venció el tabú del sexo pero no el de la muerte” (1980:10).

FORMALIDAD DE LOS TESTAMENTOS

Al revisar los testamentos en estudio, podemos apreciar que están basados en un esquema o carta legal como uso común del registro de la memoria de las últimas voluntades del testador o testadora. Se iniciaban con una invocación de fe y una presentación de los testigos presentes. Generalmente, se introducían con estas palabras de invocación: “In nómine Dei, Patris et Filii et Espíritus Sancti, Amén”; o “En el nombre de Dios nuestro Señor Amén”.

A continuación presentaba su notificación, con estos términos: “Sepan cuantos esta carta y pública escritura de mi testamento, última y postrimera voluntad, viere, como…”; o “Sepan cuantos esta carta de testamento, última y postrimera voluntad vieran, como yo…”; o “Sepan cuantos esta carta de mi testamento, última y final voluntad vieren, como yo…”.

Seguidamente el testador o la testadora debía presentar su condición social, el lugar de nacimiento, su residencia, el nombre de los padres, si se encontraban o no con vida; su estado civil casado o soltero, los nombres de la esposa o esposo e hijos. Después de conocer todo lo señalado, debía señalar las condiciones bajo la cual realizaba su memoria testamentaria, su estado de enfermedad y su capacidad para declarar en sano juicio y libertad sus últimas voluntades en los asuntos espirituales, económicos y familiares.

Luego encontramos una profesión de fe, donde se subrayaba la doctrina Católica del creyente. A veces con estos términos:

Creo en el Misterio de la Santísima Trinidad Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, y en todo aquello que cree y confiesa nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana de bajo de cuyas fe y la enseñanza pretendo vivir y morir, y poniendo por mi intercesora a la sacratísima Virgen María Nuestra Señora concebidas sin mancha de pecado original, para que pida a su preciosismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre verdadero, perdone mis pecados y alumbre mi entendimiento con su divina gracia para hacer este mi testamento y última voluntad… (Testamento del capitán Rodrigo Alonso Cabañas).

Después de la profesión de fe, se afirmaba: “En cuya fe en que esta he vivido y pretendo vivir y morir, temiéndome de la muerte que es cosa natural y deseando salvar mi alma”. Seguidamente manifestaba su encomendación inicial: “Primeramente encomiendo mi alma a Dios, Nuestro Señor que la crio me redimió con su preciosa sangre y pasión y el cuerpo mandó a la tierra, de que fue formado el cual quiero que cuando Dios fuese servido de llevarme de esta vida…” (Testamento del capitán Rodrigo Alonso Cabañas).

Después del acto de fe, el testador o la testadora declaraba todo lo concerniente a la mortaja de su cuerpo, el lugar de sepultura, el cuidado de las formas del entierro, la procesión del cuerpo, la misa de exequias, los novenarios o el número de misas; y luego señala un acto de caridad a favor de los pobres o de las obras pías de la Iglesia. En este apartado de los testamentos es donde vamos poner nuestro interés en esta investigación.

Finalmente, se procede a declarar todo lo concerniente a los bienes materiales, sobre la repartición de los mismos y todos aquellos asuntos pendientes del testador o testadora. Al final de cada testamento, se mencionan los testigos que habían estado presentes en el acto jurídico, como el nombre del escribano quien imprimía el carácter legal de la carta testamentaria.

ESTUDIO DE LOS TESTAMENTOS: CONTEXTO HISTÓRICO

Los documentos testamentales que reposan en nuestro Archivo Histórico Arquidiocesano, se encuentran algunos en buen estado y otros, por la inclemencia del tiempo, están en mal estado. Estos documentos permanecen en tres cajas de archivadores. En su mayoría faltan por identificar y clasificar en su totalidad. A continuación recojo algunas lecturas de los testamentos, y advierto que solo me detengo en el mundo religioso del creyente, en la cual nos introduce al contexto histórico de esta investigación. Los otros aspectos de herencia, herederos, albaceas, terrenos, haciendas, esclavos y bienes materiales, requieren otro tipo de análisis, según el criterio del historiador.

Iniciamos la investigación con el testamento del Capitán Rodrigo Alonso Cabañas, que fue otorgado en esta ciudad, el 1 de septiembre de 1668, y era natural de la Fuente del Maestre, Villa Extremadura, en los Reinos de España; hijo legítimo de García Hernández y de Leonor Merino. Falleció el 19 de octubre de 1669. Fue Mayordomo de la Cofradía de Nuestra Señora de la Limpia Concepción y del Rosario, fundada en la Iglesia parroquial de Valencia.

El otorgamiento de este testamento fue de calidad cerrado, por lo cual después del fallecimiento del causante, el Regidor don Antonio Pérez de Saavedra, quien hubo sido nombrado testamentario o albacea, solicitó al Maestro de Campo don Juan de Ibarra, Alcalde Ordinario de esta ciudad, mandase abrir y cumplir el testamento “porque el susodicho es fallecido de este presente vida hoy en este día”.

Mandó que su cuerpo fuera sepultado en la Iglesia del Convento de San Buenaventura de esta ciudad, en calle de Peregrinos, y que fuese enterrado con el hábito del Padre San Francisco. Que su cuerpo fuese acompañado para el entierro, por los sacerdotes Seculares y Regulares que se hallaran en esta ciudad, y todos los dijeran por su alma misa de cuerpo presente. Que el día de su entierro, si fuese por la tarde, se dijera vigilia cantada, y si fuere por la mañana, se dijera vigilia y misa cantada ofrendada a voluntad de sus albaceas. Que luego de su entierro se dijera en dicho convento un novenario de misas rezadas, y que la última fuera cantada en sus vísperas y vigilia, y ofrenda a voluntad de sus albaceas.

Que después del entierro se dijera en la Santa Iglesia parroquial, por los curas de ella, otro novenario de misas de réquiem rezadas. Que los curas de dicha Iglesia dijeran por su intención otro novenario. Otro novenario de misas rezadas a la Virgen Nuestra Señora del Rosario, y otro novenario de misas rezadas a La Limpia Concepción de Nuestra Señora. Que en el convento de San Buenaventura los religiosos de él le dijeran otro novenario de misas al Santo Ángel de su Guarda, y otro novenario de misas rezadas al Glorioso San Francisco.

Dispuso el testador se diese a cada cofradía de las fundadas en la santa Iglesia parroquial de esta ciudad, ocho reales sencillos. Mandó dar cincuenta pesos a la cofradía a la cual él le sirvió de Mayordomo, por si acaso tuvo algunos descuidos en la administración de sus limosnas.

Declaró haber hecho de su costa y de sus bienes, el convento del Seráfico San Francisco de esta ciudad de Valencia, con la siguiente aclaratoria: al tiempo cuando lo empezó a fabricar, otorgaron escritura él y el padre fray Miguel Maestre, que a la sazón era Guardián, y aunque las dichas escrituras otorgadas fueron y se llevaron a los Capítulos que celebraron, nunca jamás hubo resultado de ello, hasta que llegó el Muy Reverendo Padre fray Pedro de Aponte, Ministro Provincial, y anuló y dio por ninguna y de ningún valor esas escrituras, por la cual desde entonces quedó desobligado de hacer la dicha fábrica, pero mirando a ser una obra tan piadosa y del servicio de Dios, prosiguió en ella sin obligación ninguna y por amor a Dios; y que si los padres guardianes no quisieran decirle misa, no tenían obligación de ello por cuanto lo hecho y lo por hacer, lo hizo y lo haría por Dios. Al mismo tiempo dispuso que toda la cal y ladrillos que se hallaren en su casa, lo dieren al dicho convento[2].

Pasemos al estudio de la memoria testamentaria del Capitán Manuel Pérez de Aguiar, otorgada el 18 de octubre de 1690, natural de la Nueva Valencia del Rey, hijo legítimo del capitán Alonso Serrano, Regidor Perpetuo que fue de esta ciudad; y de Ana Francisca Aguiar, ambos difuntos. Mandó que su cuerpo fuera sepultado en la Santa Iglesia parroquial, junto a la sepultura de su madre Ana Francisca. Que su cuerpo sea amortajado con el hábito del seráfico Padre San Francisco, de quien es profeso, el cual pide al padre guardián del convento acompañar su cuerpo, junto con el señor cura y el sacristán mayor de la Iglesia parroquial. Asimismo que acompañen su cuerpo los sacerdotes seculares como religiosos que se hallasen en el día de su fallecimiento, y que le digan misa rezada de cuerpo presente. Que después del entierro se diga un novenario de misas rezadas. Que se digan dos misas rezadas a Nuestra Señora del Rosario y una misa rezada a San Luis Gonzaga, y otra a San Esteban.

Mandó también que se le diga una misa rezada por su alma a Nuestra Señora del Rosario, una a Nuestra Señora del Socorro, una a San Pedro, una al seráfico Padre San Francisco, una al Santo Ángel San Miguel, una a San Félix, Capuchino, y una a Santa Gertrudis. Que se digan doce misas rezadas; cuatro por el alma del capitán Alonso Serrano, cuatro por el alma de Ana Francisca y cuatro por el alma del Comisario Gaspar Sánchez de los Ríos, su hermano. Otras cuatro misas rezadas por el alma de doña Catalina Galindo de Aillón, su hermana. Mandó que dijeran dos misas rezadas en el santo convento del seráfico Padre San Francisco, una a Santa Ana y otra a San Joaquín.

Otra carta de testamento es de Juana Días Quiñones, con fecha 8 de febrero de 1692, natural de la Nueva Valencia del Rey, hija legítima del capitán Thomas Matute y de Juana Días de Quiñones[3], ya difuntos. Fue otorgado como testamento cerrado. Mandó que su cuerpo sea sepultado en la santa Iglesia parroquial, en la capilla de Nuestra Señora del Rosario o en la sepultura que eligiera sus albaceas. Que el día de su entierro sea acompañado por la clerecía y religiosos que se hallaran en la ciudad. Que su cuerpo sea sepultada con el hábito de San Francisco, y pide “por amor de Dios” que el padre guardián del Convento de San Buenaventura que el día de su entierro dijera una misa cantada con vigilia.

Mandó que le dijera misa por el alma de Hernández, y otra por el alma de González. Mandó que se le diga un novenario de misas rezadas por las almas de todas las personas que le sirvieron y ya son difuntas. Al abrir el testamento se comenta: “Juana Días de Quiñones, es fallecida de esta presente vida”.

Existe otro testamento al que le faltan los primeros folios, otorgado por el Sargento Mayor don Francisco Beloso de Araujo, en fecha 22 de agosto de 1711. Por esta razón, falta información sobre la mortaja de su cuerpo y el lugar de la sepultura. Era natural de esta ciudad. Fue casado y velado con doña Juana Antonia Pérez de Loaiza, hija legítima del capitán don Diego Pérez de Loaiza y de doña María Mauricia de Aiala. El testador era sobrino del capitán Bartolomé Sánchez. Fue su voluntad, se dijera un novenario de misas rezadas, por su alma, a la Virgen Santísima de las Angustias; una novenario de misas rezadas, por su alma, a la Virgen Santísima de Coromoto; siete misas rezadas, por su alma, al Patriarca San José. Mandó que se diera de limosna, a la Casa santa de Jerusalén, cuatro pesos. Una cuadra de solares donde al presente se estaba construyendo el hospital, en el solar que dio de limosna al mismo.

El 27 de enero de 1720, es otorgado el testamento de Juan Albino, natural de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, del Nuevo Reino de Granada, hijo legítimo de Pedro Ortiz y de María de Alfaro. Mandó que su cuerpo fuera amortajado con el hábito del Padre San Francisco, y sepultado en sepultura de veinte reales en la santa Iglesia parroquial de la ciudad de Valencia; que si el día de su fallecimiento fuese en horas competentes, se le hiciese entierro cantado, con Cruz Alta y acompañamiento de sacerdotes, y se le dijese misa cantada con vigilia de cuerpo presente. Que se diese de sus bienes, a la Casa santa de Jerusalén, ocho reales de limosna.

Entre sus bienes materiales, declaró tener tres cuadritos pequeños, dos con sus vidrieras y el otro sin ella, en los cuales están pintados: la advocación de Nuestra Señora del Rosario, la Asunción de Nuestra Señora, y, una efigie de Jesucristo. El testador nombró por universal heredera a la Sagradísima Reina de los Ángeles María Santísima del Socorro de la ciudad de Valencia

Hacemos mención al testamento de Ana Gerónima de Amaya, natural de Valencia, otorgado el 26 de agosto de 1734, hija legítima de Santiago de Amaya y de Anatalia González. Era nieta de Simón González y sobrina de Reymondo Morillo, Comisario del santo Oficio de la ciudad de San Sebastián de los Reyes. Fue hermana de la Cofradía del Espíritu Santo.

Fue casada y velada, en primer matrimonio, con Carlos Morloy, en cuyo matrimonio procrearon como legítimos hijos a Juan y a Atanasio Morloy; éste último casó con Inés Gaitán. En estado de viudez trae al mundo una hija natural, nombrada Ambrosia María de la Concepción, quien casó con Gregorio Mercado. En segundas nupcias se une a Juan Rodríguez Castañón, procreando como hijos legítimos a Bernardo y a Petronila Rodríguez. Luego contrajo su tercer matrimonio con el Sargento Juan Francisco Mercado, unión en la cual no procreó hijos.

Mandó la causante que su cuerpo fuera sepultado en la Iglesia parroquial de Valencia, en sepultura que tenía en segundo tramo, al lado del Evangelio, frente al altar de las Animas Benditas. Que su cuerpo fuese amortajado humildemente con la túnica blanca y con la cuerda de su Padre San Francisco. Que su cuerpo fuese acompañado, el día de su entierro, por la Santa Cruz, los curas y el sacristán Mayor. Que se diese de sus bienes, a la Casa santa de Jerusalén, un real de limosna.

El 20 de julio de 1735, se otorga el testamento del Capitán Juan Santiago de Aular, natural de la Nueva Valencia del Rey, tenía como oficio herrero. Era hijo de Juana de los Santos Aular. Fue casado y velado con Olaya Deonisia Molina, hija legitima del Sargento Nicolás de Molina y de Juana de Morales. De este matrimonio, procrearon como hijos legítimos a Rosa Joaquina, Thomas Joseph, Isabel María y a Juan de Buenaventura. Fue Hermano Mayor de la Cofradía del Espíritu Santo y Nuestra Señora del Socorro.

Mandó que su cuerpo fuese amortajado con el hábito de su Padre San Francisco, y ser sepultado en la santa Iglesia parroquial de Valencia, en sepultura de cinco pesos, con entierro cantado y con vigilia, acompañado de sacerdotes, con la Cruz Alta, y misa cantada el segundo día de su fallecimiento.

Fue su voluntad se dijesen por su alma seis misas rezadas, una a Nuestra Señora del Socorro, otra al Arcángel San Miguel, otra al Arcángel San Rafael, otra a San Antonio de Padua, otra a Nuestra Señora del Rosario y otra a San José; y mandó que se diera un real de limosna a la Casa santa de Jerusalén.

En este mismo año, el 17 de abril, se otorga testamento a doña Luisa María Blanco, natural de la ciudad de Caracas, hija legitima de don Pedro Blanco Infante y de doña Luisa Vásquez de Rojas. Fue casada y velada con don Pedro Páez de Vargas, alférez real en esta ciudad de Valencia, procreando como hijos legítimos a doña Ana María, don Juan Francisco, don Pedro Joseph, don Luis Joseph, doña Ana Rosalía, doña Lucía, doña Teresa, doña Manuela y don Andrés.

Fue su voluntad que su cuerpo fuese sepultado en la Iglesia parroquial de Valencia, en la capilla de Nuestra Señora del Rosario, amortajado con el hábito del Padre San Francisco. Que su entierro fuese acompañado de Cruz Alta, con los curas, Sacristán Mayor y la comunidad del convento de san Buenaventura. Que le dijese ese día misa cantada de cuerpo presente, con vigilia y responso. Que todos los sacerdotes que se hallaren el día de su entierro en esta ciudad, dijesen misa rezada, por su alma.

Mandó que se dijese por su alma, un novenario de misas rezadas a Nuestra Señora del Socorro, otro a la Virgen del Rosario; otro a Nuestra Señora del Carmen. Que se dijesen diez misas rezadas, en la siguiente forma: dos para el alma de su padre; dos para el alma de su madre; dos para el alma de su abuela doña María de Herrera; dos para las almas de todos sus deudos; y dos por el alma de aquellas personas a quienes por cualquiera razón les pudiese ser encargo de alguna cosa.

También mandó que se dijesen por su alma otros dos novenarios de misas rezadas uno al Padre San Francisco y otro al glorioso San Antonio de Padua, en sus propios altares en el convento de esta ciudad. Que se dijesen otras diez misas por su alma, así: dos a la gloriosa Santa Ana, dos al Arcángel San Miguel y dos al glorioso Ángel de su Guarda, dos al santo de su nombre, y dos al Patriarca San José. Mandó se diesen a las mandas pías forzosas, dos reales a cada una. Que se diese limosna a la Casa santa de Jerusalén, cuatro reales, por una vez.

Otra carta testamentaria pertenece a doña María de la Concepción de Ávila, natural de Valencia, con fecha 24 de mayo de 1756; hija legítima de don Juan de Ávila Bravo, natural de la ciudad de San Sebastián de los Reyes, y de doña Juana Josepha Pardo, natural de Caracas. Fue casada y velada con el Regidor don Francisco Natera, natural de la ciudad de Jerez, de los Reinos de España, de cuyo matrimonio tuvieron como hijos legítimos a don Fernando, don Andrés, doña Francisca, quien casó con el Maestre de Campo don Ventura Landaeta; doña Lucía, quien casó con don Alexander de Rojas Queipo; doña Brígida Teresa, quien casó con don Andrés Páez; don Juan Joseph; doña Rosa quien casó con el Maestre de Campo don Antonio Gregorio de Landaeta; don Francisco; doña Jacinta, quien casó con don Joseph Claudio de Havila; y, don Luis Joseph Natera.

Mandó que su cuerpo fuera sepultado en la santa Iglesia parroquial de Valencia, en el tercer tramo, a los pies del altar del glorioso señor san José; que su cuerpo fuera amortajado con el hábito del Seráfico Padre san Francisco; que su cuerpo fuera acompañado por la Cruz, los curas y el sacristán; que se le dijese misa cantada de cuerpo presente, con su vigilia; que el día siguiente de su entierro se dijese un novenario de misas cantadas, por su alma, a la Santísima Virgen del Socorro, en su capilla; que se dijese otro novenario de misas rezadas a las Benditas Ánimas del Purgatorio; que se dijese otro novenario de misas rezadas por su alma, a la Santísima Virgen de Concepción, en el Convento de San Francisco. Que después de su fallecimiento se dijeran tres misas rezadas, una al Espíritu Santo, otra a la Santísima Virgen del Socorro, y la tercera al Patriarca señor San José. Que se diese cuatro reales sencillos, de limosna, a la Casa santa de Jerusalén.

Entre los bienes materiales declarados por la testadora se encontraban un “cuadrito de Nuestra Señora del Rosario”.

Otro testamento estudiado es la del capitán don Juan de la Cruz Albares, natural de la Isla del señor san Miguel de la Palma del lugar los Llanos, una de las Islas Canarias, en fecha 26 de agosto de 1764. Era hijo legítimo de Juan de la Cruz Albares y de Ana Lorenza Cecilia Domínguez. Fue casado y velado con María de la Cruz de Vera del Castillo, en cuyo matrimonio procrearon los siguientes hijos: Joseph Antonio, Francisco Joseph Antonio, Juana María, María Josepha, Juan Manuel y Joseph Vicente Álvarez.

Fue Mayordomo Administrador de las Rentas de la Fábrica de la Iglesia parroquial de Valencia. Declaró como su última voluntad, fuese sepultado en la Iglesia parroquial mencionada, en la capilla de la Santísima Virgen de Concepción y Rosario, en primer tramo, y amortajado su cuerpo con su hábito de la Tercera Orden del Seráfico Padre San Francisco de Asís, y llevarle en las Andas de la Cofradía del Espíritu Santo y Nuestra Señora del Socorro; que su entierro fuera cantado, acompañándole la Cruz Alta, los curas y sacristanes.

Pasemos al caso del testamento de doña Luisa González de Parraga, otorgado el 23 de julio de 1771, natural de la ciudad de la Nueva Valencia del Rey, hija legítima del Procurador, don Pablo González de Parraga y de doña Francisca Suarez. Casada y velada con don Bernardo Diez de Velasco, quienes procrearon diez hijos legítimos, a saber: Antonio Joseph, Francisca Antonio, Juana María, Isabel Antonia, Josepha Ramona, Thomas Alonso, Luisa Ramona, Antonia Ramona, María Magdalena Ramona, y Manuel Ramón

Mandó que su cuerpo sea sepultado en el altar de san José en la Iglesia parroquial, y su cuerpo amortajado con el hábito del seráfico Padre San Francisco, de quien es profesa.  Que el día de su entierro, si fuese por la tarde, se dijera vigilia cantada, y si fuere por la mañana, se dijera vigilia y misa cantada. Mandó que le dijeran una novena de misas rezadas en el altar de Nuestra Señora del Socorro y Espíritu Santo y otro novenario en el altar de Nuestra Señora del Rosario. En el convento, una misa rezada en el altar del seráfico Padre San Francisco, una misa en el altar a San Antonio, otra a Nuestra Señora de Concepción. Mandó también que le dijeran en la Iglesia parroquial tres misas rezadas a Nuestra Señora del Carmen, otra al Padre San José. Que dieran cuatro reales a la Casa santa de Jerusalén.

Ya a finales del siglo XVIII, estudiamos los siguientes testamentos: El testamento otorgado por Antonio Bañes, en fecha 29 de octubre de 1788. Curiosamente no se menciona ningún dato de filiación. Mandó que su cuerpo fuera sepultado en la Iglesia del Convento de San Buenaventura, junto al Altar de Nuestro Señora del Concepción; que su cuerpo fuese amortajado con el hábito del Padre San Francisco; que su entierro fuera Menor, cantado, acompañado de la santa comunidad de ese convento, con la Cruz correspondiente y cuatro sacerdote clérigos; que se le dijese misas cantadas de cuerpo presente, con vigilia y responso, y al día siguiente se le hicieran honras, con misa cantada, vigilia y responso. Mandó se le diese dos reales de limosna a la Casa Santa de Jerusalén.

Otra carta testamentaria es de doña Josefa Damacia Balostren, otorgado el 18 de junio de 1794. No aparecen los datos de filiación. Mandó que su cuerpo fuera enterrado en el Convento de San Francisco, al pie del altar del señor san José, amortajado con su santo hábito franciscano; que su entierro fuera Mayor, cantado, acompañado de la santa comunidad de San Francisco, con misa cantada de cuerpo presente, vigilia y responso.

Que el día de su entierro se le dijese por todos los sacerdotes que vivieran en esta ciudad, misa rezada, por su alma. Que al siguiente día de su entierro se le hiciesen honras, y al tercer día, y se le hiciese el cabo de año, con misa cantada, vigilia y responso. Que se diese de limosna, a la Casa santa de Jerusalén, dos reales de plata.

Finalmente, el testamento de Joseph Isidro Baldivez, con fecha 20 de noviembre de 1798. Era natural de la Nueva Valencia del Rey, hijo de María Petronila Baldivez. Fue casado y velado en primeras nupcias con María Isidora Rodríguez, en cuyo matrimonio procrearon como hijos legítimos a Juana Paula, Josef Andrés, Juan Francisco del Socorro, Juan Isidro y Julián Ramón Baldivez. En sus segundas nupcias con María Petronila Xuares, procrearon los siguientes hijos: María Simona, Josef Rafael, Josef María y María de la Cruz.

Mandó que su cuerpo amortajado con el hábito de su Padre san Francisco, y sepultado en su convento, con entierro Mayor, cantado, acompañado de la venerable comunidad de dicho convento. Que el día de su entierro, siendo hora competente de celebrar, o el día siguiente, se le dijese misa cantada de cuerpo presente, con diáconos, vigilia y responso; que al día siguiente de su entierro se le hiciesen honras, y al tercer día se le hiciese al cabo de año con misa cantada, vigilia y responso. Mandó se diesen cuatro reales de limosna a la Casa santa de Jerusalén.

Hasta aquí, hemos tratado de conocer el contexto histórico de algunos testamentos, los cuales reflejan y encarnan el sentir religioso de los fieles de la Iglesia parroquial de Valencia.  Pasemos ahora a un análisis desde el contexto teológico y espiritual.

ANÁLISIS DE LOS TESTAMENTOS: CONTEXTO TEOLÓGICO-ESPIRITUAL

Los testamentos estudiados muestran el “régimen de cristiandad” que persistía en las mentes de los primeros evangelizadores españoles. Una de las notas predominantes de esta cristiandad era la centralidad de la fe, la cual –así lo expresa un estudioso- “constituyó un logrado esfuerzo por integrar las clases de la sociedad en la unidad de una sola fe. Lo que creía el aldeano, el mendigo y hasta el criminal, era lo que creía el Emperador y el Papa” (SÁENZ A., 2005: 23). Esta fe en la piedad popular va a “tomar carácter antiprotestante y hacerse así piedad confesional”, según el historiador eclesiástico Jedin (Tomo V, 1986: 766).

Por esta razón, la expresión más genuina de la religiosidad popular de los siglos XVII y XVIII, vinieron a ser las devociones de los Santos y a los Ángeles, especialmente a la Santísima Virgen María, en sus diversas advocaciones; frecuentemente animadas por las cofradías que fueron creadas en las iglesias parroquiales carabobeñas. Otra expresión de esta piedad confesional, fueron las procesiones, como manifestaciones públicas de la fe. Desde este contexto teológico y espiritual, vamos estudiar en las últimas voluntades cuatro elementos que rodean el misterio de la muerte del creyente. Ellas son: la vestimenta del cuerpo, la sepultura, las novenas de las misas y las obras de caridad.

EL ÚLTIMO ATUENDO DE LA VIDA: VESTIMENTA DEL CUERPO

La frecuente petición de vestir el hábito del seráfico San Francisco de Asís, tal como lo hemos constatado en los testamentos, demuestran que la espiritualidad franciscana se encarnó en la fe de muchos fieles de la Nueva Valencia del Rey, teniendo como el epicentro el Convento de San Buenaventura. A mistad del siglo XVII, algunos vecinos fervorosos y devotos habían hecho petición de la fundación de dicho convento, hasta que el 1 de octubre de 1630, la Orden Franciscana define su creación con estas palabras:

Los vecinos de la ciudad de Valencia de esta Provincia de Venezuela con grandes ruegos pedían que fundase convento en la dicha ciudad para su consuelo y por la devoción que tenían de tener un convento de nuestra Orden, lo qual visto por los Padres Definidores, todos unánimes y conformes, nemine discrepante, dijeron que se fundase el dicho convento atento a la devoción de los dichos vecinos y los muchos años que ha que lo desean… (Fondo Franciscano, Libro de Provincia, 1º, citado por Odilo Gómez Parente, en Torrubia, 1972:476-477).

Dicho convento se fundaba el 18 de septiembre de 1634. A partir de esta fecha se iba a irradiar las enseñanzas del seráfico, especialmente con la creación de la Tercera Orden Seglar Franciscana, que, por cierto, no se puede comparar con la fundación de una cofradía. Su relevancia consistía en la consagración de los votos religiosos, según el estado laical. Esta presencia de la Orden seglar hizo mucho bien a los fieles valencianos en cultivar una espiritualidad viva y fraterna con toda la creación, hasta vivir de cerca la “hermana muerte”.

Es una espiritualidad que va más allá de una concepción dualista del cuerpo humano, tal como la vivió el Santo de Asís. En los siglos estudiados, los siglos XVII y XVIII, la reflexión teológica y espiritual habían vuelto su mirada al sentido bíblico del cuerpo humano que se fundamentaba en el misterio de la Encarnación del Verbo. En el Evangelio de San Juan se revela que “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (1,14). A la luz de esta revelación, el Hijo de Dios se hace presente y visible en cuerpo-carne para realizar la salvación de toda la humanidad. Su cuerpo mortal, durante su vida terrenal, será una ofrenda inmolada “agradable a Dios y saludable para los hombres”. Por esta muerte, “y una muerte en Cruz” (Flp 2,8), el Apóstol San Pablo proclamaba con fe: “Por todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Cor 4,10). Estas verdades exigían al cristiano un respeto por el propio cuerpo por su plena identificación con Jesucristo, quien resucitó con un cuerpo glorioso, y por Él, el cuerpo es templo del Espíritu Santo y pertenece a Dios.

Esta dignidad del cuerpo humano no estaba reñida con las enseñanzas de la ascética del cuerpo, en las exigencias de moderación y disciplina de las tendencias de la carne al pecado. Por eso, esta espiritualidad enseñaba la penitencia, que consistía: en la “purificación de los sentidos”, las “mortificaciones corporales”, el ofrecimiento del trabajo ordinario, la aceptación de las enfermedades y adversidades de la vida (Cf. CASTELLANO J., 1982:516-517). De ahí, que los grandes místicos de la Edad de Oro en España, reformadores de las Órdenes Religiosas y de la Iglesia, recién evangelizada América Latina, como Francisco de Osuna, San Juan Ávila, San Ignacio de Loyola, Fray Luis de Granada, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, por mencionar algunos, desarrollaron una espiritualidad “personalista”. El teólogo Melquiades Andrés lo expresaba de esta manera: “El camino –se refiere al camino espiritual de estos grandes místicos– se desarrolla de modo personal e intransferible a través de diversos estudios o moradas hasta alcanzar la total transformación. No existen dos senderos iguales, como tampoco existen dos hombres iguales. Cada persona vive y recorre el suyo” (1996:3).

Ante esta experiencia espiritual, los creyentes eran conscientes que el cuerpo sin vida estaba revestido de dignidad después de su existencia, el cual había sido revestido de Jesucristo (Cf. Rom 13,14). En el lenguaje testamentaria se mandaba que el cuerpo sea amortajado con el hábito religioso de San Francisco de Asís, que, además de representar la pobreza y la humildad, era un signo penitencial. Así resumía su experiencia espiritual el Pobre de Asís en su Testamento, que sería el escrito más personal del santo:

El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia, en efecto, como estaba en pecado, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo; y, después de esto permanecí un poco de tiempo y salí del siglo (GUERRA, 1978: 121-122).

Esta experiencia de “hacer penitencia” significaba para el Santo de Asís un retorno al amor de Dios, pero era un retorno donde actúan juntos dos protagonistas necesarios en el camino de la penitencia: Dios y el hombre. La penitencia era una actitud de amor al Jesús crucificado y una postura ante la muerte, y no una meta para alcanzar. Llevar una vida de penitencia era lo que definía la conversión del cristiano. Tomar el hábito religioso era asumir el camino existencial de la muerte, a luz de la vida y muerte de Jesucristo, como entrega y sacrificio en la Cruz. Por eso, uno de los temas preferidos en los monasterios del Carmelo reformado era el “morir de amor”. Santa Teresa de Jesús, expresaba, en su hermoso cántico “Muero porque no muero”, esta experiencia:

Mira que el amor es fuerte;

Vida, no me seas molesta,

Mira que sólo te resta,

Para ganarte, perderte;

Venga ya la dulce muerte,

Venga el morir muy ligero,

Que muero porque no muero (ANDRÉS, Melquiades, 1996:264).

LA ÚLTIMA MORADA: SEPULTURA DEL CUERPO

El lugar de reposo del cuerpo sin vida debía tener como su última morada un sitio sagrado, y este lugar privilegiado era la Iglesia parroquial y el Convento de San Buenaventura.  Antes de llegar a su destino, se realizaba con toda solemnidad una procesión; las Constituciones Sinodales de 1687, hacen una descripción de la misma:

Que para los entierros cantados de los adultos, salga la cruz alta, a la cual acompañarán ambos curas, en donde hubiese dos, y el sacristán mayor, con sobrepellices, y bonetes, y a los menos acompañados; y el cura semanero irá con estola, y capa, de color negro. Y asimismo le acompañarán los demás clérigos, que fueren considerados, y comunidades de regulares, o colegios, que fueren llamados, con sus sobrepellices, y bonetes, hasta la casa del difunto, o difunta, y de allí le acompañaran proporcionalmente, con velas encendidas, llevando el cuerpo a la iglesia, en donde se sepultare. Y sepultándose en las iglesias de regulares, u otras que no sean parroquiales, en dejando en ellas el cuerpo del difunto, acompañaran la cruz hasta la iglesia parroquial: Y desde que saliere la cruz de ella, hasta que vuelva, irán todos los clérigos en orden por su antigüedades, tantos a una banda, en forma de procesión: Y los curas hagan que el sacristán mayor los componga, cuando no fueren bien” (Título XII, De los entierros, y exequias, 120).

Según el ritual Romano de la época, el llegar el párroco a la casa de difunto iniciaba el rito con la aspersión de agua bendita sobre el cadáver, y luego entonaba la antífona del salmo 129. En la procesión se iba entonando algunos salmos (114, 119,120, 137), el cántico del Magníficat y las oraciones. Al entrar en el templo se repiten los salmos; luego se decía el Oficio de difuntos y la Misa (Cf. ARROYAL: 1783). La oración principal, en el día del entierro, decía:

Absuelve, Señor, como te rogamos, el alma de tu siervo (a) N… a fin de que muerto para el siglo, viva para ti; y con el perdón de tu piedad misericordiosa límpiale de todas las culpas, que cometió en el trato humano por fragilidad de la carne…

Esta última oración en la sepultura, en el sitio elegido por el testador o testadora, era la meta final de una oportunidad para morir para el mundo, o “muerto para el presente”, o “muerto para el siglo”, y así llegar felizmente a la eternidad. Fijar el lugar de sepultura se entendía el estar en lo más cercano a lo sagrado del templo parroquial: el altar mayor o en la capilla del santo o santa de devoción. La titulación del sitio fijado, garantizaba un lugar privilegiado. Las Constituciones Sinodales de 1687, mencionaban el estipendio del lugar de sepultura:

Ordenamos y mandamos, que por las sepulturas del primer tramo, hacia el altar mayor, se dé de limosna, por la abertura, o título de ellas, veinte pesos de plata; y que en este lugar, y tramo, no se entierren, sino personas honradas, y principales: Y por las del segundo tramo inmediato se den diez pesos de plata: Y por el tercero, cinco pesos de la dicha plata: Y por las del cuatro tramo, dos pesos, y cuatro reales (Título XI, De las sepulturas, 105).

Ya sabemos de sobra, que en esta época estudiada, la sociedad y la Iglesia era estamental y estratificada. Nos interesa conocer que en esta mentalidad religiosa, se le daba importancia la libre elección de la sepultura, ya que –nuevamente dice las Sinodales- “cualquiera persona, que siendo varón, tuviere catorce años; y siendo hembra doce, puede elegir sepultura, en iglesia parroquial, regula, u otra a su voluntad; y que muriendo sin elegirla, han de ser enterrados en su propia parroquia” ((Título XI, De las sepulturas, 87).

LAS ÚLTIMAS MISAS: NOVENAS Y DEVOCIONES

Según la piedad y devoción del testador o testadora, era impensable en vida y en la muerte no aprovechar la gracia del “Santo Sacrificio de la Misa” para el perdón de los pecados. El dejar en el testamento el número de misas se tornaba como el drama de una necesidad de implorar el perdón de las culpas, tanto personal, familiar y amigos conocidos. La Misa en “cuerpo presente” sería la participación plena de recibir la gracia de la salvación. Esta insistencia de petición del perdón ante las faltas del difunto, tiene su origen en la liturgia franciscana del principio siglo XVI. Esto conllevaba que la muerte tuviera un contenido más oscuro y lleno de angustia, en el temor ante el más allá de la muerte. Por esta época la Iglesia incorporó a la liturgia de difuntos la secuencia Dies irae (el Día de la ira), del franciscano italiano, Tomás de Celano, y se popularizaron las artes moriendi  -artes de bien morir-, para uso de los fieles cristianos.

Las novenas de misas por intercesión de la Madre de Dios tendrá el puesto principal en los testamentos. En el estudio que hemos visto, arrojan que la devoción más extendida entre los fieles era la devoción a Nuestra Señora del Rosario. Su mención en los cuadros de imágenes que poseía el testador o testadora, representa el auge que se venía dando con el rezo del santo Rosario desde el siglo XV, con el beato dominico Alain de la Roche (VV. AA., 1995:19). Esta piedad venía de la Cofradía con el mismo nombre, que ejercía un empuje pastoral en la Iglesia parroquial de Valencia a mitad del siglo XVII. De este siglo, data la creación de la Iglesia parroquial de Güigüe.

La otra devoción que va a ejercer un impacto en los creyentes valencianos y carabobeños es la presencia de la milagrosa imagen de Nuestra Señora del Socorro. Ya hemos dicho, en otros estudios sobre el origen de dicha devoción (Cf. Díaz: 2010), que la presencia de la sagrada imagen data a finales del siglo XVII. Otra prueba documental, además del inventario que reposa en nuestro Archivo Histórico, es el testamento que hemos estudiado de Antonio Pérez de Saavedra, en 1690. Ya a finales del siglo XVIII, en la visita Pastoral del Obispo Mariano Martí, en 1782, comentaba en su Libro Personal, que “en esta ciudad hay mucha devoción a Nuestra Señora del Socorro…” (1998: 425).

Esta devoción mariana a la Madre del Socorro junto con la espiritualidad franciscana marcará la piedad y la devoción de los creyentes de finales del siglo XVII y el siglo XVIII. La actitud ante la muerte tendrá una visión dolorosa y natural como tragedia humana universal. La invocación de otras devociones (Nuestra Señora de Limpia Concepción, Nuestra Señora del Carmen, Nuestra Señora de Las Angustias, Nuestra Señora de Coromoto) nace del mismo amor a la Madre de Dios, “refugio de los pecadores”. Junto a esta devoción, por supuesto a San Francisco de Asís, también encontramos la más antigua devoción al Espíritu Santo, desde la creación de la cofradía con el mismo nombre en 1616; al Ángel de Guarda, cuya piedad aumentó en los siglos XVI y XVII por España y Portugal;  a los Arcángeles Miguel y Rafael, fiesta que se extendió por España e Italia durante el siglo XVII; San José, San Pedro, San Antonio de Padua, San Joaquín y Santa Ana, San Luis Gonzaga, San Esteban, Santa Gertrudis y San Félix, el Capuchino.

Llama la atención que la mencionada devoción a la Madre del Socorro no se menciona en quienes son los causantes de origen extranjero, sino lo que son nacidos en la Nueva Valencia del Rey, puesto que nacieron al amparo de la presencia de la imagen traída por la Cofradía del Espíritu Santo, constituida en su mayoría de cofrades “negros, pardos, mulatos e indios ladinos esclavos y libres”. Curiosamente, en los testamentos estudiados, los autores no provienen de aquella clase social, eran del estrato pudiente de la sociedad colonial valenciana.

EL ÚLTIMO ACTO DE CARIDAD: LAS OBRAS PÌAS

El testimonio auténtico de una verdadera religiosidad se manifiesta en la ayuda por los más necesitados de la sociedad, los pobres, y por la necesidad de la Iglesia. De la “Carta a todos los Fieles”, San Francisco de Asís exhortaba a la caridad y a la humildad, a través de limosna “porque ésta lava las almas de las manchas de los pecados”. Y explicaba que “los hombres pierden todo lo que dejan en este siglo, pero llevan consigo la recompensa de la caridad y las limosnas que hicieron, por la que recibirán del Señor premio y digna remuneración” (GUERRA, 1978: 56).

Ante esta promesa, los creyentes valencianos en vida desarrollaban la generosidad en las obras pías de la Iglesia, como el hospital, la fábrica del templo parroquial y del convento de San Buenaventura, entre otras. Pero en los testamentos sobresale la ayuda a la “Casa santa de Jerusalén”. Debemos recordar que el Rey de España era también el Rey de Jerusalén. De ahí que en las Leyes de Indias mandaban a pedir limosna, como acción libre de cada súbdito de España y de América para los Lugares Santos: “para que se aumente la devoción de nuestros vasallos a los Santos Lugares, y sean socorridas las necesidades de los Religiosos de San Francisco, que con muchos trabajos y gastos asisten a su veneración y ornato” (Libro I, Título XXI, ley IX). Esta noble causa evocaba la unidad política y religiosa de la “cristiandad”, y esto suponía la anhelada cruzada de la reconquista de la Ciudad Santa de Jerusalén, ante el avance de los turcos.

Aquellas dificultades históricas de los siglos XVI y XVII, fueron haciendo que se perdiera la atracción en el Nuevo Mundo por visitar los Lugares Santos, -pues era un sueño imposible peregrinar a los Lugares Santos- y tomó sentido espiritual, como la Jerusalén Celeste o la Nueva Jerusalén. De ahí que la “Casa santa de Jerusalén” se hizo como un elemento obligatorio para el último acto de caridad en las cartas testamentarias. Las limosnas eran un consuelo en la vida, pero una ganancia después de la misma. La importancia dada a las limosnas, no era tanto por la cantidad, sino la participación activa y religiosa de una realidad escatológica. Después de la muerte, la esperanza estaba centrada en la Ciudad Santa de Jerusalén, la eternidad de la vida. La muerte era la peregrinación definitiva hacia Dios.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Al finalizar este estudio histórico, comprendemos que las expresiones religiosas ante el misterio de la muerte tienen sus raíces profundas en la espiritualidad de los grandes santos reformadores de la época, como el caso de la espiritualidad franciscana. Los siglos XVII y XVIII fueron tiempos de renovación de una Iglesia en controversia con el mundo protestante. La reafirmación de la fe católica, los signos sacramentales y la uniformidad de las verdades religiosas, hicieron que los creyentes asumieran un estilo personal en la devoción a la Madre de Dios, en sus diversas advocaciones, y en los santos y ángeles que proponía la Iglesia.

Los testamentos estudiados representan aquella realidad religiosa, de la piedad y devoción en el momento de testar el creyente. No es sólo la manifestación del temor natural ante la muerte, por la salvación del alma o por limpiar la conciencia del pecado, sino el testimonio de fe de una “muerte vivida”. Un estudioso de la época del medioevo francés, decía, para aquel tiempo, que “morir sin testamento o sin confesión a veces son sinónimas” (D’HAUCOURT, 1978: 101). La preocupación por la “muerte propia” era el resultado de una vida comprometida a la fe y piedad que imperaba en el tiempo de la renovación de la Iglesia tridentina. A finales del siglo XVIII, el citado Obispo Martí, y el sacerdote valenciano, el Teniente de Cura y del Vicario, Antonio Páez[4], constataban la religiosidad de los creyentes valencianos:

…en este pueblo hay devoción y que se frecuentan los Sacramentos de Penitencia y Comunión todo el año por muchos feligreses, principalmente por las mugeres, de manera que este pueblo de Valencia es más devoto que vicioso… (MARTÍ, 1998: 423).

La actitud cristiana ante la muerte, más allá del miedo al purgatorio o al infierno, era una expresión devota ante la vida, como don inestimable de Dios, pues la última palabra la tiene Dios. Dios es el último fin de este peregrinar para alcanzar la vida eterna, representada en la Persona viva de Jesucristo. Y para terminar, en una oración que data del año 1628, de un autor desconocido, recogía esta espiritualidad:

No me mueve, Señor, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido,

para dejar por eso de quererte ((ANDRÉS, Melquiades, 1996:271).

Gracias a todos, por su amable atención.

 

BIBLIOGRAFÍAS CONSULTADAS

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ARROYAL, de León, (1783) Versión Castellana del Oficio de los difuntos, con otras preces, y oraciones de la Iglesia, según el Breviario; y Ritual Romano, Madrid.

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[1] Aunque no es nada inédito en cuanto a la temática de muchas investigaciones (Artículos, tesis) que he encontrado en las páginas web., entre los países más destacados se encuentran, México, Chile y Costa Rica; pero si en el tratamiento del tema en el enfoque histórico-teológico y espiritual. En Venezuela tenemos el trabajo más reciente de Lourdes Rosángel Vargas, (2009), “La vida espiritual, familiar y material en el siglo XVIII venezolano”, Fundación Centro Nacional de Historia, Caracas. Es un trabajo muy pobre en el aspecto teológico y espiritual, ya que no era la intención en su investigación.

[2]Esta aclaratoria es interesante como dato histórico para conocer el origen de la fábrica del Convento de San Buenaventura.

[3]No era extraño en la época colonial la adopción de los apellidos de la madre o del padre, o de los abuelos, o cualquiera de los apellidos de sus antepasados.

[4]Nació en la ciudad de Valencia el 16 de agosto de 1738. Estudió en la misma ciudad Gramática y en la Universidad de Caracas se graduó en Bachiller en Filosofía y en Leyes y Cánones. Fue casado un año y días cum única et virgine, y también fue Alcalde ordinario por un año en esta ciudad. Fue ordenado Sacerdote el 1 de agosto de 1778 en la ciudad de Guanare. Era Teniente de Cura y de Vicario desde el 6 de noviembre de 1781. Desde el mes de junio de 1762 era Mayordomo interino de la Iglesia parroquial de Valencia (Cf.  MARTÍ, 1998: 413).