Hay un debate que se está haciendo peligroso, por lo reiterado e impertinente, sobre la Leyenda Negra o la dorada, para explicar la llegada del europeo a este continente que se renueva cada 12 de octubre. Es indudable que, en nuestra época, esa discusión constituye un maniqueísmo anacrónico que raya en lo ridículo.
Resulta increíble ver en este siglo -que debería ser de progreso, de entendimiento, empeñado en la búsqueda de la paz entre las naciones con visión de futuro- que esté apareciendo revitalizado ese anacronismo maniqueo.
Hay que recordar que el maniqueísmo surge a partir de la antiquísima tesis esgrimida por el profeta persa Manes en el siglo III – paradójicamente tachado de herético por cristianos y musulmanes-, quien solo admitía dos principios en la vida y que eran las fuerzas que movían a las sociedades: el bien (que era la luz) y el mal (que eran las tinieblas), sin dudas ni medias tintas.
A partir de allí se considera maniqueo al que solo ve la paja en el ojo ajeno y se considera en posesión de la verdad revelada sin admitir discusión.
Esto viene a cuento, porque al ver y oír en este siglo XXI renacer el debate, impertinente y anacrónico, del supuesto genocidio cometido por los conquistadores españoles o, su tesis contraria, la que sostiene también de manera maniquea, de que todo fue bondad y bendición divina; es para salir, poniéndonos a tono con esa estulticia, a buscar un sacerdote que nos exorcice o un psiquiatra que nos medique, con algún somnífero potente, para despertar cuando cese esta locura desatada.
En el siglo pasado, el eminente intelectual venezolano Mariano Picón Salas ya nos advertía este anacronismo. Así lo decía don Mariano: “No es ocasión de volver sobre ese viejo debate jurídico moral de la validez o invalidez de la Conquista, ni los conquistadores españoles fueron siempre esos posesos de la destrucción que pinta la leyenda negra, ni tampoco los santos o caballeros de una cruzada espiritual que describe la no menos ingenua leyenda blanca o dorada”.
Es que esa leyenda negra, paradójicamente, ha servido de sustento a algunos populistas americanos e incluso a algunos habitantes de la madre patria para abjurar de sus raíces y justificar absurdos separatismos nacionalistas en pleno siglo XXI.
Tenía razón Mario Vargas Llosa cuando decía que, en todo caso, la crítica a los españoles sería, más bien, una autocrítica, habida cuenta de que los conquistadores eran nuestros abuelos y tatarabuelos, pues es obvio que quienes se quedaron en España no tuvieron ninguna responsabilidad y después que salimos de ellos, hace más de dos siglos, la asignatura de la reivindicación de nuestros indígenas sigue igual o peor que antes.
Ah, pero como a toda tesis la persigue su antítesis, hay quienes solo ven pureza en la conducta y benéficos aportes de los españoles durante la conquista, mientras demonizan a los libertadores de estos pueblos.
Ciertamente, en este último grupete parece existir, subrepticiamente, una especie de leyenda negra a contrario sensu impulsada por los radicalmente extremistas hispanoamericanos, quienes sostienen una «leyenda dorada e inmaculada», sobre la conquista y en contra de la independencia, en la creencia de que denostando a nuestros libertadores van a reivindicar, únicamente, los logros positivos de la época.
Unos y otros están viviendo en el pasado y reviven odios polarizantes que solo han conducido a guerras cainitas en todas las épocas.
Hoy nuestra tarea es radical y diametralmente opuesta a esa imbecilidad maniquea. En efecto, por el contrario, debemos empinarnos sobre nuestras diferencias y trabajar por la necesaria interacción entre España e Iberoamérica, porque tenemos en común la lengua unificadora y el antirracismo integracionista que fundió el molde de un nuevo género humano, como decía Bolívar.
Vale la pena también oír a otro de nuestros grandes pensadores, del siglo XX venezolano, Arturo Uslar Pietri, quien con la autoridad intelectual que todos le reconocemos afirmaba:
La realidad americana que se inició inmediatamente después de la llegada de los españoles no va a ser ni trasplante europeo, ni continuidad de lo indígena, sino un hecho nuevo en continuo proceso de crecimiento y complejidad, provocado por el estrecho contacto de europeos, indígenas y africanos, en una nueva circunstancia, para una nueva historia».
En definitiva, como lo decimos en nuestro reciente trabajo Cuando Venezuela fue España durante 300 años:
Los americanos, sin España, no podríamos insertarnos como iguales en la próspera comunidad europea y los españoles, sin el respaldo latinoamericano, serían integrantes de una nación más del viejo continente sin conciencia ni influencia planetaria. Juntos, en cambio, seríamos un gran conglomerado humano que disputaría el comercio y la industria tecnológica de los nuevos tiempos con los otros centros de poder que hoy nos miran, a españoles y americanos, con despreciativa arrogancia, como simples instrumentos subordinados a sus intereses hegemónicos.
Europa tiene los recursos y la tecnología de punta para el desarrollo de nuestros pueblos y América las tierras raras, con los minerales requeridos, para alimentar las industrias de avanzada y de inteligencia artificial con sentido de trascendencia económica y social.
España, Europa, Venezuela y toda Iberoamérica están destinadas, en pleno siglo XXI, por la historia y sus relaciones de más de cinco siglos, a ser un conglomerado unido frente al mundo —de cara a los centros de poder de EE. UU., Rusia y China— como lo deseaban el conde de Aranda, Francisco de Miranda, los liberales de España, los libertadores de Venezuela y lo reclaman las nuevas generaciones.
El debate, entonces, no debe ser entre descubrimiento beatífico o resistencia indígena, sino sobre la unidad iberoamericana: contra el maniqueísmo de izquierdas o derechas atrasadas y a favor de la convivencia civilizada.
Valencia, Venezuela, 12 de octubre de 2025
Antonio Ecarri Bolívar