Si se admite que la “Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela”, de 1723, de José de Oviedo y Baños (Santa Fe de Bogotá, 1671-Caracas, 1738) es el primer trabajo historiográfico digno de tal condición, entonces diríamos que Oviedo y Baños sería nuestro primer historiador o historiógrafo. Sería un asunto de criterio, pues si pensamos que Venezuela nació el 19 de abril de 1810, no podría sostenerse tal aserto. Pero, si se asume que en el tardo período colonial es posible –por la existencia de una sociedad venezolana en formación– hablar de una Venezuela colonial, que entraría en crisis política al comienzo del siglo XIX, habría cabida para tal consideración. Además de dejar constancia de que, estilísticamente, en la obra pueden advertirse tanto el trabajo del cronista como el del historiador, y que la mirada histórica del autor se corresponde con la de los anteriores cronistas de Indias. En todo caso, un tema controversial.*

En cuanto a la condición de historiógrafo de Oviedo y Baños, vale considerar el breve ensayo de Eduardo Arcila Farías, titulado “Ubicación de Oviedo y Baños en la Historiografía”. Allí, el autor, quien asume a Oviedo como una autor nacional, señala la gran formación intelectual de Oviedo para el trabajo histórico, y la condición de la obra antes señalada como un fruto de la madurez. Según Arcila, Oviedo pudo beneficiarse de las ideas historiográficas y de la metodología de la segunda mitad del siglo XVII, cuando Bossuet, Mabillon y Bouquet “dieron a la Historia un nuevo sentido y nuevas normas que habrían de conducir a la escuela erudita”. A la que Oviedo abrazó “a plena conciencia” –insiste Arcila–, proclamando el valor insuperable del documento y de lo que los metodólogos llaman “la crítica de las fuentes” como base de la reconstrucción de los hechos históricos. A decir verdad, esto sería lo que separa a Oviedo del resto de los cronistas, y permite entender que se lo haya caracterizado como el último de los cronistas y el primer historiador.

A la escuela erudita hay que atribuir entonces dicho mérito, todo en el marco de una idea medieval del mundo, y cuyo mayor impacto, como antes se dijo, sería de estricto orden metodológico; lo que en su tiempo apoyaba la búsqueda, por parte de los historiadores religiosos, de una historiografía eclesiástica más creíble, depurada de fábulas, por lo que debía basarse ante todo en una probada autenticidad documental.

Ese y no más allá, es el valor de la obra de Mabillon, publicada en 1681, llamada «De Re Diplomática». En la que no hay aún algún nuevo asomo de teoría, entendida como un principio de explicación unificante y estructurante de la realidad, pues más bien refuerza la concepción providencialista: «Dios como protagonista y sujeto de la Historia»; que tendría en Bossuet, a fines del siglo XVII, su máximo cultor. La «Diplomática» de Mabillon, por su parte –como las obras de Newton, Galileo, Descartes, de este siglo–, tiene que ver con la importante “cuestión del método”, un elemento fundamental del pensamiento moderno europeo.

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